viernes, 4 de enero de 2019

Las ocho de la mañana en punto, Ray Nelson

Al final del espectáculo el hipnotista le dijo a su público, “Despierten”.

Algo inusual sucedió.
Una de las personas del público despertó más allá. Esto nunca había sucedido antes. Su nombre era George Nada y parpadeó dentro del mar de rostros en el teatro, al principio no estaba consiente de algo fuera de lo ordinario. Luego se percató, ubicados ahí y dentro de la muchedumbre, de los rostros no-humanos, los rostros de los Fascinadores. Ellos habían estado ahí todo este tiempo, claro, pero solamente George era el único que se encontraba realmente despierto, así que solo George los reconoció por lo que realmente eran. El entendió todo en un abrir y cerrar de ojos, incluso el hecho de que, si daba cualquier obvia señal de ello, los Fascinadores instantáneamente le ordenarían regresar a su estado anterior, y el obedecería.
El dejó el teatro, saliendo a la noche de neón, cuidadosamente evitando cualquier indicio de que podía ver la verde, carne reptiliana o los múltiples ojos amarillentos de los gobernantes de la tierra. Uno de ellos le preguntó, “¿Tendrás fuego amigo?” George le dio fuego, luego siguió su camino.
Por intervalos a lo largo de la calle George observó posters colgados con fotografías de los múltiples ojos de los Fascinadores y varias órdenes impresas bajo ellas, tales como, “Trabaja ocho horas, juega ocho horas, duerme ochos horas”, y “Cásate y reprodúcete”. Un set de televisión en la ventana de una tienda atrajo su atención, pero desvió la mirada en un santiamén. Cuando no miraba al Fascinador en la pantalla de la televisión, él podía resistir sus órdenes, “Permanezca sintonizado a esta estación”.
George vivía solo en un pequeño dormitorio, tan pronto él llegó a su casa, lo primero que hizo fue desconectar el set de televisión. En otros cuartos él podía oír los televisores de sus vecinos, a pesar de ello. La mayoría del tiempo las voces eran humanas, pero ahora y de un momento a otro el oía los arrogantes, extraños graznidos parecidos a los de un ave de los alienígenas.  “Obedezcan al gobierno”, dijo un graznido. “Nosotros somos el gobierno”, dijo otro. “Nosotros somos sus amigos, ustedes harían lo que fuera por un amigo, ¿no lo harían?”
“¡Obedezcan!”
“¡Trabajen!”
De repente sonó el teléfono.
George lo recogió. Era uno de los Fascinadores.
“Hola”, chilló.  “Este es tu control, Jefe de la Policía Robinson. Tu eres un hombre viejo, George Nada. Mañana temprano a las ocho en punto, tu corazón se detendrá. Por favor repita.”
“Yo soy un hombre viejo,” dijo George. “Mañana temprano a las ocho en punto, mi corazón se detendrá”.
El control colgó.
“No, no pasará,” susurró George. Él se preguntó por qué lo querían muerto. ¿Acaso sospechaban que él estaba despierto? Probablemente. Alguien pudo haberlo visto, se percataron que él no respondía de la misma manera que lo hacían los demás. Si George estuviera vivo un minuto después de las ocho la mañana siguiente, entonces ellos estarían seguros.
“No tiene caso esperar aquí para el final”, él pensó.
El salió nuevamente. Los espectaculares, los televisores, las ordenes ocasionales de alienígenas que pasaban parecían tener ningún poder sobre él, a pesar de que él se sentía tentado fuertemente a obedecer, para ver las cosas como su amo quería que el los viera. El entro a un callejón y se detuvo. Un alienígena se encontraba ahí solo, apoyándose en contra de la pared. George caminó hacía a él.
“Sigue caminando,” gruño la cosa, dirigiendo sus mortíferos ojos sobre George.
George sintió la aprehensión a su conciencia titubear. Por un momento la cabeza repitiliana se disolvió en un adorable rostro de un viejo borracho. Claro que el borracho sería adorable. George recogió un ladrillo y lo estrelló en contra de la cabeza del viejo borracho con toda su fuerza. Por un momento se nubló la imagen, luego la sangre verde azulada se derramó fuera del rostro y el lagarto cayó al suelo, contrayéndose y retorciéndose. Después de unos instantes se encontraba muerto.
George arrastró el cuerpo hacía las sombras y lo revisó.  Había un pequeño radio en su bolsillo y en el otro un cuchillo y un tenedor con formas curiosas. El pequeño radio dijo algo en un idioma incomprensible. George lo puso abajo junto al cuerpo, pero conservo los utensilios para comer.
“No puedo escapar,” pensó George. “¿Por qué pelear contra ellos?”
Pero talvez él podía.
¿Qué pasaría si despertara a otros? Eso podría valer la pena intentarlo.
Él camino doce cuadras al departamento de su novia, Lil, y tocó su puerta. Ella se acercó a la puerta en su bata de baño.
“Quiero que despiertes”, dijo él.
“Estoy despierta,” dijo ella. “Adelante, pasa”
Él entró. La televisión se encontraba encendida. Él la apagó.
“No,” dijo él. “Quise decir que despiertes de verdad.”  Ella lo miró sin entender lo que sucedía, así que el tronó los dedos y grito, “¡Despierta! ¡Los amos ordenan que tu despiertes!”
“¿George, acaso estás loco?” ella preguntó sospechosamente. “Estas comportándote de una manera muy inusual.” Él la bofeteó en la cara. “¡Deja de hacer eso!” ella gritó, “¿Qué demonios estás haciendo?”
“Nada,” dijo George, derrotado. “Yo solo estaba jugando.”
“¡Bofetearme en la cara no es sólo jugar!” ella gritó.
Se oía que alguien tocaba a la puerta.
George la abrió.
Era uno de los alienígenas.
“¿Podrían mantener el ruido un poco más bajo?” dijo él.
Los ojos y la carne reptiliana se desvanecieron un poco y George vio una imagen distorsionada de un hombre gordo de mediana edad con camisa de mangas. Todavía era humano cuando George le dio un navajazo con el cuchillo de comida, pero era un alienígena antes de que cayó al suelo. Él lo arrastro dentro del departamento y pateo la puerta para cerrarla. “¿Qué ves ahí?” le preguntó a Lil, mientras señalaba a lo que asemejaba una serpiente con muchos ojos tirado en el piso.
“Señor… Señor Coney,” ella susurró, con sus ojos llenos de horror. “Tu… lo acabas de matar, como si fuera absolutamente nada.”
“No grites,” advirtió George, acercándose a ella.
“No lo haré George. Prometo que no lo haré, pero por favor, por amor a Dios, suelta el cuchillo.” Ella se alejó hasta que sus hombros y espalda se presionaban contra la pared.
George vio que no había alternativa.
“Voy a amarrarte,” dijo George. “Primero dime en que habitación vivía el Señor Coney.”
“La primera puerta a la izquierda mientras te diriges a las escaleras,” ella dijo. “Georgie… Georgie. No me tortures. Si vas a matarme, hazlo rápido. Por favor, Georgie, por favor.”
Él la ató con las sabanas de su cama y la amordazó, luego revisó el cuerpo del Fascinador. Había otro de esos pequeños radios que hablaban en un idioma desconocido, otro juego de utensilios para comer, y nada más.
George fue a la puerta de junto.
Cuando tocó la puerta, una de esas serpiente-cosas contestó, “¿Quién es?”
“Un amigo del Señor Coney. Quiero verlo,” dijo George.
“El salió por un segundo, pero el regresara.” Se entre abrió la puerta, y cuatro ojos amarillos se asomaron. “¿Quieres pasar y esperar aquí?”
“Está bien,” dijo George, sin ver a sus ojos.
“¿Estás solo aquí?” el preguntó mientras cerraba la puerta, con la espalda frente a George.
“Sí, ¿Por qué?”
Él le cortó la garganta por la espalda, luego revisó el departamento.
Encontró huesos y cráneos humanos, una mano a medio comer.
Encontró tanques con babosas gigantes y gordas flotando dentro de ellas.
“Los hijos,” él pensó, y las mato a todas.
Había pistolas también, de un tipo que nunca había visto antes. El disparo una por accidente, pero afortunadamente no hacían ruido. Parecían disparar dardos venenosos.
Se guardó la pistola y el mayor número de cajas posibles de dardos que él pudo cargar y regreso al departamento de Lil. Cuando ella lo vio se retorció de un horror indefenso.
“Cariño, relájate” él dijo, abriendo su bolso, “Solo quiero tomar prestado las llaves de tu auto.”
Él tomo las llaves y bajo las escaleras hasta la calle.
Su auto estaba todavía estacionado en la misma área general donde siempre lo ha estacionado.  Él lo reconoció por la abolladura en la defensa del lado derecho. Él se metió, lo encendió, y comenzó a manejar sin rumbo. El condujo por horas, pensando—desesperadamente buscando una manera de salir de todo esto. El encendió la radio para ver si podía oír un poco de música, pero no había nada más que noticias y todo era sobre él. George Nada, el maniático homicida. El anunciador era uno de los amos, pero el sonaba un poco asustado. ¿Por qué lo estaría? ¿Qué podría hacer un solo hombre?
George no estaba sorprendido cuando vio el camino bloqueado, y se orilló a un lado de la calle antes de alcanzarlo. No habrá un viaje dentro del país para ti, pequeño Georgie, él pensó hacía sí mismo.
Ya habían descubierto lo que había hecho en el departamento de Lil, así que probablemente estaban buscando el auto de Lil. Estacionó el coche en un callejón y tomó el metro. No había alienígenas en el metro, por alguna extraña razón. Talvez se consideraban demasiado buenos para tales cosas, o talvez era por qué ya era muy tarde en la noche.
Cuando uno finalmente se subió, George se bajó.
El subió nuevamente a la calle y entró dentro de un bar. Uno de los Fascinadores estaba en la televisión, diciendo una y otra vez. “Somos tus amigos. Somos tus amigos. Somos tus amigos.” El estúpido lagarto sonaba temeroso. ¿Por qué? ¿Qué pudiera hacer un hombre contra todos ellos?
George pidió una cerveza, luego inmediatamente se percató que el Fascinador de la televisión ya no parecía tener control alguno sobre él. La más leve señal de temor de su parte y el poder de hipnotizarlo estaba perdido.” Mostraron la foto de George en la pantalla del televisor y George se retiró hacia la cabina telefónica. El llamó a su control, al Jefe de la Policía.
“Hola, ¿Robinson?” el preguntó.
“El habla.”
“Este es George Nada. He descifrado como despertar a las personas.”
“¿Qué? George, espera. ¿Dónde estás?” Robinson sonaba casi histérico.
El colgó, pagó y dejó el bar. Ellos probablemente intentarían rastrear su llamada.
Él tomo otra vía del metro y se dirigió al centro de la ciudad.
Era la madrugada cuando entró al edificio que resguardaba el estudio de televisión más grande de la ciudad. El consultó al director del edificio y luego subió el elevador. El oficial de policía del estudio lo reconoció. “¡Pero, usted es Nada!” el jadeó.
George no quería dispararle con la pistola de dardos envenenados, pero tenía que hacerlo.
Él tuvo que matar a varios más antes de entrar al estudio mismo, incluyendo a todos los ingenieros en turno. Había muchas sirenas policiacas afuera, gritos ansiosos, y pasos corriendo por las escaleras. El alienígena estaba sentado frente a la cámara de televisión diciendo. “Somos tus amigos. Somos tus amigos,” y el no vio a George entrar. Cuando George le disparó con la pistola de dardos el simplemente se detuvo en mitad de la frase y permaneció ahí sentado. George se paró cerca de él y dijo, imitando el graznido alienígena, “Despierten. Despierten. ¡Vean lo que somos y mátenos!”
Era la voz de George la que oyó la ciudad esa mañana, pero era la imagen del Fascinador, y la ciudad despertó por primera vez y comenzó la guerra.
George no vivió para ver la victoria que finalmente llegó. El murió de un ataque al corazón exactamente a las ocho en punto.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Las pieles de los padres, Clive Barker

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El coche tosió, renqueó y se caló. Davidson advirtió entonces cómo soplaba el viento sobre la carretera desierta, colándose por las rendijas de las ventanillas de su Mustang. Intentó reanimar el motor, pero éste se negó a volver a la vida. Exasperado, dejó resbalar sus manos sudorosas por el volante e inspeccionó el territorio. No había más que aire caliente, rocas calientes y arena caliente en cualquier dirección. Estaba en Arizona.

Abrió la portezuela y bajó al polvo ardiente de la autopista. Ésta se extendía por delante y por detrás sin una sola curva, hasta el pálido horizonte. Entrecerrando los ojos sólo podía discernir las montañas, pero cuando intentaba distinguir su contorno la neblina solar las disipaba. El sol ya le estaba corroyendo la cabeza, cuyo pelo rubio empezaba a ralear. Levantó el capó y se asomó desesperanzado al motor, lamentando su falta de conocimientos mecánicos. «¡Jesús! –pensó–. ¿Por qué no harán estos malditos cacharros a prueba de estúpidos?»

Y entonces oyó la música.

Tan lejana, que al principio resonó en sus oídos como un silbido, pero fue creciendo en intensidad.

Era música, aunque extraña.

¿A qué sonaba? Al viento recorriendo los cables telefónicos; era una onda de aire sin origen, ritmo ni corazón que le erizaba los pelos del cogote y los mantenía tiesos. Trató de ignorarla, pero no desaparecía.

Sacó la cabeza de la sombra del capó para tratar de descubrir a los intérpretes, pero la carretera estaba vacía en ambas direcciones. Sólo cuando escrutó el desierto hacia el Sudeste pudo ver una línea de pequeñas figuras andando, arrastrándose o bailando en el límite de su visión; era una línea líquida debido al calor que emanaba de la tierra. La procesión, si era tal, parecía larga, y se abría por el desierto un camino paralelo a la autopista. Sus senderos no se cruzarían.

Davidson echó otra mirada a las entrañas de su vehículo, que se estaban enfriando, y luego volvió a mirar la comitiva de bailarines.

jueves, 11 de mayo de 2017

TLOQUE NAHUAQUE, Nelly Geraldine García Rosas



"Si quieres crear un pay de manzana de la nada, primero debes inventar
el universo..." - Carl Sagan.

I - El Acelerador de Partículas

Ellos crearon un templo subterráneo. Una torre de Babel hundida en el subsuelo a 175 metros de profundidad. Ellos querían, como los arquitectos Bíblicos, conocer lo desconocido, descubrir el origen, reproducir la creación.

El deseo de desenmarañar la naturaleza del todo flotaba permanentemente en el ambiente controlado del laboratorio. Cientos de ventiladores y máquinas emitían un zumbido constante, al cual los investigadores llamaban el "silencio del abismo"
.
Esto, combinado con el olor a hierro quemado daba la ominosa sensación de encontrarse uno en el espacio. El Doctor Migdal yacía en un nido de cables multicolores y -con los ojos cerrados- fantaseaba que su cuerpo, sin peso, flotaba, empujado por la brisa de la ventilación.

Algunas veces, él se imaginaba siendo atraído por un tubo muy angosto, un popote de cafetería, el cartucho de tinta de una pluma o una arteria sangrante. Sus pies, cerca del borde del conducto, sentían un peso titánico que lo jalaría y empujaría a través de la pequeña cavidad. Migdal podía ver como se volvería una gruesa hilera de partículas subatómicas que se extendería por siempre.

La mayor parte del tiempo, él se veía llegando lentamente a la unión del túnel circular que formaba el acelerador de partículas. Ante el acelerador, Migdal era diminuto. La maquinaria lo atraía suavemente, pero con tal aceleración que no perdió tiempo alguno en alcanzar la velocidad de la luz. Sabía que, mientras más rápido viajara a través del espacio, más lentamente lo haría a través del tiempo, de tal modo que, si miraba adelante, podría ver los rayos de las partículas que lo precedieron -enviadas durante la mañana, el día previo o el mes anterior- y si miraba atrás, podría ver lo que vendría -mañana, el día siguiente o el próximo mes.