domingo, 27 de septiembre de 2015

La última persona joven del mundo escribe sus memorias, Charlie Jane Anders


Ésta es la historia de mi llegada a la mayoría de edad. Me dijeron que la escribiera para que todos supieran cómo me siento. No tengo la menor idea de cómo me siento, pero en cuanto lo sepa, lo compartiré.

El señor Sanderson me dijo que escribiera con una tristeza tácita que escondiera el dolor del asombro. O algo así. Principalmente, me siento cansado. No me permiten detenerme.

Esta mañana, me despertaron a las siete para que me rebelara contra la autoridad durante una hora. Después, quince minutos para el desayuno, antes de llevarme al estudio para grabar la pista vocal de mi nuevo sencillo, “Soy inocente (tócame)”. Eso tomó hora y media debido a que no respiraba de la manera correcta. Como si estuviera jadeando, pero no tanto. Después, el señor Ogawa quiso que pasara media hora siendo un poeta furioso, con spandex negro, y después pasé dos horas modelando lo último de la moda mientras Belinda Stein me preguntaba qué quieren los jóvenes. Como soy el único joven vivo, le dije que quería una dona. No se me permite comer donas, por aquello de mi figura.

OK, así que el señor Anderson miró sobre mi hombro y me dijo que no estaba siendo lo suficientemente emocional. Quiere que proyecte el mundo entero dentro de mí, mediante las cosas que me callo. Algo así como el agujero en la dona que no puedo comer. Donadonadonadonadona. ¡Quiero una maldita dona!

El señor Anderson me dice que si puedo ser un autobiógrafo evocador por la siguiente media hora me dará media dona. O quizá un buñuelo.

Así que esto es lo que recuerdo. Los otros niños, cuando todavía existían, me llevaron a tallar calabazas. El cielo se llenó de niebla, como si pudiera verme totalmente en ese momento y quisiera compartir el brillo que pudiera. Éramos Jenny Wrigley, Mamie Davis y yo. A Jenny le llamábamos Menta por su apellido de marca de chicles.

En el camino, justo donde el desarrollo urbano en el que vivíamos se encontraba con los maizales, encontramos un gato. Se veían las marcas de la llanta que había hecho puré su cabeza, pero su cola seguía levantada. Lo estuvimos observando hasta que la niebla humedeció nuestro pelo. Mamie dijo que era un gato negro, aunque tenía partes blancas, y que nos daría mala suerte. Menta y Mamie se burlaron de mis zapatos ortopédicos.
Intentaban dejarme atrás, aun cuando no podría encontrar el camino de regreso a casa. Sus padres les habían pedido que me llevaran con ellas porque mi mamá necesitaba tiempo a solas después de intentar suicidarse con unas barbies negras.

Trataba de alcanzar a Menta y Davis, aun cuando mis zapatos ortopédicos mordían mis pies. Llegamos al huerto de calabazas y encontramos un bulbo redondo y perfecto para tallar.
El suelo olía a trasero. En serio, olía como esa sensación que da cuando sabes que vas a perder algo, pero todavía no sabes qué. Me recordaba el pañal para adultos de mamá, y las gotas de café evaporándose en la rejilla de metal redonda donde se pone la jarra, cuando nadie apaga la cafetera. Lo que sea. De hecho, olía a trasero.

Menta metió mi cabeza dentro de la calabaza y toda la pulpa se me metió en las narices y el pelo como si fueran lombrices. Grité y me sacudí, pero no me soltaba. Y Mamie se reía y me decía Frankenzapatos. Sentí que el mundo sería oscuro y viscoso por toda la eternidad. No podía pensar en otra cosa.

Y entonces escuchamos un hombre, respirando profundamente. Al principio pensamos que era el viento, pero el sonido se hizo más ronco. Menta soltó mi cuello y saqué mi cabeza de la calabaza. Nos pusimos a buscar de dónde provenía el sonido rasposo.

Había un hombre desnudo ahí, con nosotros, en el huerto de calabazas. ¡Era el señor Sanderson! Y tenía un pulgar metido en su ano. ¡Ahí, en el huerto! Y entonces dijo: me gustan más las calabazas que las personas. Jajajajaja, sólo es un chiste.

Carajo, ya ni siquiera quiero mi dona, esto es taaaan aburrido.

Y no se detiene aquí. Cuando acabe de escribir mis memorias, tengo que ir a un reality show donde estoy atrapado por tres horas en una casa con el tipo que actuaba de Xander en Buffy y la muchacha que salía de Sabrina, la bruja adolescente.

Se supone que va a ser muy divertido. Después, tengo que protestar contra la guerra durante quince minutos, y ojalá entonces me den de comer. Después, experimentaré con drogas durante una hora y entonces, patinaré otro tanto. Un berrinche con lágrimas y llegará la hora de dormir. Mira, aquí, en mi agenda, dice “berrinche con lágrimas: 15 minutos”. Se supone que mañana voy a actuar en una película “controvertida pero con buen gusto” sobre mi despertar sexual.

Pero bueno, lo que sea. Por lo menos no estoy muerto como Mamie. O Menta, con quien compartía sentimientos de los que nunca pudimos hablar, un conocimiento de la oscuridad y el calor escondido bajo el lodo congelado.

Ahora, ¿alguien me puede dar mi pinche media dona, por favor?

La verdad sobre Pyecraft, H. G. Wells



Está sentado a unos diez metros de mí. Si miro por encima del hombro puedo verlo. Y si nuestras miradas se encuentran —lo que generalmente sucede— advierto en él una expresión…

Es más que nada una mirada implorante… y no obstante suspicaz.

¡Al diablo con su suspicacia! Si hubiera querido delatarlo, tendría que haberlo hecho hace rato. No, señor, no lo haré, y él debería tranquilizarse. Tanto como pueda estarlo algo tan gordo y grueso como él. ¿Quién me creería si yo hablara?

¡Pobre Pyecraft! ¡Enorme gelatina incómoda! El socio más gordo de cualquier club de Londres. Se sienta junto a una de las mesitas que hay en el amplio espacio que rodea la chimenea, y engulle. Pero, ¿qué es lo que engulle? Observo discretamente y le descubro mordiendo un bollo caliente con mantequilla, con sus ojos clavados en mí. ¡Maldito sea!, ¡sus ojos clavados en mí!

¡Eso resuelve el problema, Pyecraft! Puesto que quieres ser abyecto, puesto que quieres actuar como si yo no fuera un hombre de honor, voy a escribirlo todo, la pura verdad sobre Pyecraft, aquí mismo, frente a tus ojos embutidos. Pyecraft, el hombre al que ayudé, al que protegí, y que me lo agradeció transformando mi club en un lugar insoportable, absolutamente insoportable, con su súplica líquida. Con su perpetuo «no lo diga» en la mirada.

Además, ¿por qué está eternamente comiendo?

Pues bien, ¡aquí va la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad!

Pyecraft. Trabé relación con él en este mismo salón para fumadores Yo era un nuevo miembro, joven y nervioso, y él lo percibió. Yo estaba sentado, completamente solo, deseando poder conocer a otros miembros, cuando de pronto llegó él, una masa bamboleante de papada y abdomen, se acercó y, mascullando un saludo, se sentó en una silla cercana; jadeó unos instantes, raspó varias veces un fósforo y, tras encender un cigarro, se dirigió a mí. No recuerdo qué me dijo en-¡onces —algo acerca de las cerillas, que no encendían bien—, después se dedicó a detener a todos los camareros, uno por uno, y a comentarles lo de las cerillas con su voz fina y aflautada. Como fuera, comenzamos a conversar a propósito de algo por el estilo.

Habló sobre varias cosas hasta que se tocó el tema de los juegos De allí, derivó a mi figura y al color de su tez,

—Usted debe ser un buen jugador de críquet —dijo.

Admito que soy un individuo delgado, lo que algunos llamarían enjuto, y además mas bien moreno: no me avergüenzo de tener una bisabuela india, pero en cualquier caso no me entusiasma la idea de que un extraño la vea a ella reflejada en mí. De manera que, de entrada, me vi enfrentado a Pyecraft.

Pero hablaba de mí nada más que para llegar a hablar de él.

—Me imagino —dijo— que no hará usted más ejercicio que yo, y probablemente no comerá usted menos. (Como toda la gente excesivamente obesa, él imaginaba que no comía nada.) No obstante —y esbozó una sonrisa torcida—, somos distintos.

Y entonces comenzó a hablar de su gordura y su gordura; todo lo que hacía por su gordura y todo lo que haría por su gordura; lo que le habían aconsejado hacer por su gordura y lo que se había enterado que otros hacían por una gordura como la suya.

—A priori —dijo—, uno creería que un problema de nutrición podría resolverse con dietética y uno de asimilación, con medicamentos.

Era asfixiante. Un parloteo indigesto. De sólo oírlo me sentía hinchado.

En un club, de vez en cuando hay que tolerar este tipo de cosas, pero llegado un momento me pregunté si no estaba aguantando demasiado. Simpatizaba conmigo de un modo demasiado ostensible. Nunca podía entrar en-el salón de fumadores sin que se arrastrara hasta mí, y en ocasiones me asediaba, sin abandonar su glotonería, mientras yo almorzaba. A veces parecía estar como colgado de mí. Era un pesado, pero no tan temible como para limitarse a mí, y desde un principio advertí en él la convicción —como si supiera, como si penetrara en el hecho de que yo podía— de que yo representaba una ocasión remota, excepcional, que nadie más le ofrecía.

Era como si se estuviera diciendo: «Daría cualquier cosa por lograrlo, cualquier cosa», y me miraba atentamente detrás de sus vastas mejillas y su jadeo.

¡Pobre Pyecraft! Acababa de llamar al camarero, sin duda para pedir otro bollo con mantequilla.

Un día, por fin, abordó el tema,

—Nuestra farmacopea —dijo— no es ni por asomo la última palabra en la ciencia médica. Me han dicho que en Oriente…

Se detuvo y me observó. Era como estar en un acuario.

Logró enojarme casi de inmediato:

—Vamos a ver —le dije—, ¿quién le ha hablado a usted de las recetas de mi bisabuela?

—Bueno… —se defendió.

—Durante una semana, cada vez que nos hemos encontrado —y eso ha ocurrido con bastante frecuencia— usted ha hecho alguna alusión más o menos abierta a ese secretillo mío.

—Bueno —me contestó—, ahora que ya hemos levantado la liebre, pues sí, lo admito, así es. Lo supe por…

—¿Por Pattison?

—Indirectamente —dijo—, pero creo que mentía.

—Pattison —repliqué— se tragó esa tontería por su cuenta y riesgo.

Arqueó la boca y se inclinó levemente.

—Las recetas de mi bisabuela —expliqué— son raras para manejarlas. Mi padre casi me hizo prometer…

—¿No lo hizo?

—No. Pero me advirtió. Él mismo empleó una, en cierta ocasión.

—¡Ah!… ¿Pero usted cree…? Suponga… suponga que justamente era una que…

—Se trata de documentos curiosos —dije—. Hasta el olor que tienen. ¡No!

Pero llegado ese punto, Pyecraft estaba decidido a hacerme ir más lejos. Yo siempre abrigaba un cierto temor de que si abusaba de su paciencia se abalanzaría sobre mí de improviso y me ahogaría. Sé que fui débil.

Pero Pyecraft también me fastidiaba. Había llegado a sentir por él una sensación que me impulsaba a decir: «Bueno, ¡arriésgate!»

El asuntillo de Pattison, que he mencionado antes, era una cuestión completamente distinta. No viene al caso ahora, pero de todos modos yo sabía que la receta que empleé en esa ocasión era segura. Del resto no supe mucho más, y en general me inclinaba a dudar de que fueran completamente seguras.

Aun en el caso de que Pyecraft resultara envenenado…

Debo confesar que el envenenamiento de Pyecraft me impresionaba como una empresa grandiosa.

Aquella tarde cogí de mi caja de seguridad la curiosa cajita de sándalo, con su peculiar perfume, y desplegué las susurrantes hojitas de piel. El caballero que escribió las recetas para mi bisabuela era evidentemente aficionado a las pieles del más variado origen, y su letra era apretada en grado sumo. Algunas cosas me resultaban prácticamente ilegibles, pese a que mi familia, con sus asociaciones del Servicio Civil Indio, había mantenido el conocimiento del indostaní a través de generaciones; nada de lo escrito era cuestión de coser y cantar.
Pero al poco rato ya había encontrado la receta que buscaba, y me senté en el suelo para estudiarla con atención.

—Mire —le dije a Pyecraft al día siguiente, poniendo la hoja fuera de su alcance—.
Según puedo entender, ésta es la receta para perder peso. («¡Ah!», dijo Pyecraft.) No estoy completamente seguro, pero creo que es ésta. Y si le interesa mi consejo, olvídese del asunto. Porque, en fin, usted sabe… yo he mancillado mi estirpe por su causa, Pyecraft… Además, por lo que sé, mis ancestros eran unos tipos bastante raros, ¿me entiende?

—Déjeme probarlo —repuso Pyecraft.

Me recliné en mi sillón. Mi imaginación realizó un inmenso esfuerzo, pero por fin se rindió dentro de mí.

—Por Dios, Pyecraft, ¿cómo cree usted que quedará cuando adelgace?

Permaneció impermeable a todo razonamiento. Le hice prometer que pasara lo que pasara nunca más me diría una palabra de su repugnante gordura, y le entregué aquella hojita de piel.

—Es una porquería —dije.

—No importa —respondió él, y la cogió.

La miró con ojos desorbitados.

—Pero… pero… —exclamó. Acababa de descubrir que no estaba en inglés.

—Se la traduciré lo mejor que pueda —le dije.

Hice lo que pude. Después de eso no hablamos durante un par de semanas. Cada vez que se me acercaba, le rechazaba frunciendo el ceño, y él respetó nuestro pacto; pero al cabo de una semana seguía tan gordo como siempre. Entonces volvió de nuevo a dirigirme la palabra.

—He de hablar con usted —dijo—. Algo no va bien. Debe haber algún error. No hace usted justicia a su bisabuela.

—¿Dónde está la receta? La sacó con cuidado de la billetera.

Recorrí con la vista los ingredientes.

—¿El huevo estaba podrido? —pregunté.

—No. ¿Tenía que estarlo?

—Eso —repuse— se da por supuesto en todas las recetas de mi querida bisabuela. Cuando no se especifica la calidad o condición, debe elegir la peor. Ella era así, cosas drásticas o nada… Pero existen una o dos alternativas para algunos de los ingredientes. ¿Tiene veneno fresco de crótalo?

—Conseguí el crótalo de Jamrach. Me costó… me costó…

—En cualquier caso eso es asunto suyo. En cuanto a esto último…

—Conozco a un hombre que…
—Sí. Ya lo sé. Bien, le pondré por escrito las alternativas. Por lo que conozco del idioma, la receta tiene unas faltas de ortografía atroces. Entre paréntesis, este perro que dice aquí probablemente deberá ser un perro pana.

Durante el mes siguiente vi a Pyecraft constantemente en el club, tan gordo y ansioso como siempre. Mantuvo el trato, pero a veces transgredía el espíritu de éste golpeándose la cabeza con un gesto de desaliento. Hasta que un día, en el guardarropa, me dijo:

—Su bisabuela…

—Ni una palabra contra ella —me apresuré a replicar.

Imaginé que había desistido, y le vi con tres nuevos miembros del club, un día, hablándoles de su gordura como si buscara nuevas recetas. Fue por aquel entonces, inesperadamente, cuando me llegó su telegrama.

—¡Señor Formalyn! —vociferó un mensajero en mis narices; cogí el telegrama y lo abrí inmediatamente: “Venga, por lo que más quiera. — Pyecraft.”

—Mm —me dije, y sinceramente me sentía tan satisfecho con la rehabilitación de mi bisabuela que esto parecía anunciar, que lo celebré con un excelente almuerzo.

El portero me facilitó la dirección de Pyecraft. Vivía en los altos de una casa en Bloomsbury, y en cuanto terminé mi café y mi Chartreuse me dirigí hacia allí. No esperé a terminar el cigarro.

—¿Señor Pyecraft? —llamé, ante la puerta de entrada.

Me dijeron que creían que estaba enfermo; no había salido durante dos días.

—Él me espera —aclaré, y me hicieron pasar arriba.

Toqué el timbre junto a la puerta de celosía, sobre el rellano.

De todos modos no tendría que haberlo intentado —pensé—, un hombre que come como un cerdo debe parecer un cerdo.

Me hizo pasar una mujer de aspecto respetable, de expresión ansiosa y con una cofia colocada con descuido.

Cuando le dije mi nombre abrió la puerta con una expresión de duda.

—Usted dirá —interrogué, ya en la parte del rellano perteneciente a Pyecraft.

—Me ha dicho que le hiciera pasar si venía —dijo, y se quedó mirándome, sin indicarme dónde. Y añadió, en tono confidencial—; Está encerrado, señor.

—¿Encerrado?

—Se encerró ayer por la mañana y no ha dejado entrar a nadie, señor. Maldice una y otra vez, ¡Dios mío!

Miré hacia la puerta que ella había indicado con la mirada.

—¿Es allí?—pregunté.

—Sí, señor.

—¿Qué le ocurre?

Se llevó la mano a la frente con tristeza.

—No deja de pedir comida, señor, comida pesada. Le traigo lo que puedo. Carne de cerdo, morcilla, salchichas, cosas así. Se lo dejo junto a la puerta y me marcho. Es tremendo lo que come, señor.

Un grito aflautado salió de la habitación:

—¿Formalyn?

—¿Es usted, Pyecraft? —grité, golpeando la puerta.

—Dígale a ella que se vaya.

Así lo hice. Oí un extraño correteo y como si alguien tanteara el picaporte en la oscuridad, y en seguida los característicos gruñidos de Pyecraft.

—Está bien —dije—, ya se ha ido.

Pero la puerta permaneció cerrada un largo tiempo. Oí girar la llave. Y luego la voz de Pyecraft:

—Pase.

Giré el picaporte y abrí la puerta. Naturalmente, esperaba encontrar a Pyecraft.

Pues bien, ¡no estaba allí!

En mi vida he sufrido una impresión como aquélla, La sala estaba sucia y desordenada, con fuentes de comida y platos entre los libros y papeles, varias sillas caídas, pero Pyecraft…

—Vamos, hombre, cierre la puerta —dijo, y entonces le vi.

Estaba subido a la cornisa del rincón próximo a la puerta, como si le hubieran pegado al techo. Su rostro mostraba ansiedad y enojo. Jadeaba y gesticulaba.

—Cierre la puerta —-dijo—, si esa mujer se llega a enterar…

Cerré la puerta y le miré, manteniéndome a cierta distancia.

—Si algo cede y usted se cae, Pyecraft, se romperá la nuca —le advertí.

—Ojalá pudiera —suspiró.

—Un hombre de su edad y de su peso haciendo semejantes cabriolas…

—Cállese —agonizó—. Su maldita bisabuela…

—Cuidado —le previne.

—Ahora le contaré —gesticuló.

—¿Cómo demonios ha subido usted ahí arriba? —dije.

De repente me di cuenta de que no se había subido a nada, que estaba flotando como un globo de gas. Comenzó a luchar trabajosamente para apartarse del techo ayudándose con la pared, en dirección a mí. Cuando lo logró, dijo jadeando:

—Es esa receta. Su bisab…

—¡No! —grité.

Descuidadamente, mientras hablaba, se aferró a una moldura, ésta cedió y se vio arrojado nuevamente al techo, mientras la pintura caía sobre el sofá. Rebotó en el cielo raso y entonces entendí por qué las curvas más salientes de su cuerpo se encontraban completamente blancas. Volvió a intentar el descenso con más cuidado, cogiéndose de la chimenea.

Era un espectáculo de lo mas extraordinario, aquel hombre inmenso, gordo, apoplético, tratando de bajar del techo al suelo.

—Esa receta —dijo—. Demasiado eficaz.

—¿Cómo?

—Una pérdida de peso casi completa.

Y entonces, claro, comprendí.

—¡Por Dios, Pyecraft —exclamé—, lo que usted quería era curarse la gordura! Pero usted siempre habló de peso. Siempre lo llamaba peso…

En cierto modo yo estaba encantado. En ese momento Pyecraft casi me gustaba.

—¡Déjeme que le ayude! —añadí, y tomándole de la mano le hice bajar. Tropezando, trató de hacer pie en algún sitio. Era como llevar un gallardete en un día de viento.

—Esa mesa —dijo— es de caoba maciza y muy pesada. Si usted lograra ponerme debajo…

Lo hice, y comenzó a moverse como un globo cautivo, mientras yo le hablaba de pie delante de la chimenea. Encendí un cigarro.

—Dígame, ¿qué pasó? —le pregunté.

—La tomé —respondió.

—¿Qué sabor tenía?

—¡Oh, espantoso!

Debí imaginar que todas esas pócimas sabrían igual. Ya sea que uno considere los ingredientes, la composición probable, o los resultados, casi todos los remedios de mi bisabuela me parecen cuando menos extraordinariamente poco atrayentes. Por mi parte…

—Primero tomé un sorbito.

-¿Sí?

—Y como al cabo de una hora me sentía mejor y como más ligero, decidí bebérmela de un trago.

—¡Mi querido Pyecraft!

—Me tapé la nariz —siguió explicando—. Comencé a sentirme cada vez más y más liviano… e impotente, claro.

De pronto cedió a un estallido emocional:

—Por el amor de Dios, ¿qué debo hacer?

—Lo más evidente —dije— es lo que no debe hacer. Si usted sale afuera, se elevará indefinidamente.

Alcé mi brazo en forma ondulante.

—Tendrían que llamar a Santos Dumont para que le fuera a rescatar.

—Supongo que el efecto se desvanecerá, ¿no?

Me llevé la mano a la frente.

—No creo que pueda contar con eso —le dije.

Entonces, en otro acceso de desesperación, empezó a dar puntapiés a las sillas cercanas y a golpear contra el piso. Actuaba exactamente como yo esperaba que lo hiciera un hombre obeso, enorme, desmedido, frente a tales circunstancias, es decir, muy mal. Se refirió a mí y a mi bisabuela con una absoluta falta de discreción.

—Yo nunca le pedí que tomara la pócima —dije.

Y soslayando generosamente los insultos que me prodigaba, me senté en su sillón y comencé a hablarle de un modo comedido y amistoso.

Le señalé cómo él mismo se había ocasionado el problema, y que en ello había algo de poética justicia. Había comido demasiado. Él lo negó, y estuvimos discutiendo el asunto durante un rato.

Se puso ruidoso y violento, de manera que desistí de continuar con este punto de la lección.

—Además —le dije—, usted cometió un pecado de eufemismo. Nunca lo llamó Gordura, lo cual es justo y vergonzoso, sino Peso. Usted…

Me interrumpió para decirme que reconocía todo eso. Pero, ¿qué debía hacer ahora?

Le aconsejé que se adaptara a la nueva situación. Y así llegamos al punto realmente importante de la cuestión. Le sugerí que no le resultaría difícil aprender a caminar por el techo, con las manos…

—No puedo dormir —objetó.

Pero eso no era una gran dificultad. Era bastante posible, afirmé, acomodarle bajo un somier metálico, asegurar todo con cintas, y sostener la almohada, sábanas y mantas con botones laterales. Le hice ver que tendría que confiar en su ama de llaves, y tras algunas protestas acabó por aceptar. (Resultó encantador, más tarde, ver de qué manera tan hermosa y natural aquella buena mujer tomó todos estos asombrosos recados.) Se le podría dejar la comida en el estante superior de la biblioteca. Pensamos también en un ingenioso sistema por el cual podría llegar al piso cuando quisiera: consistía simplemente en colocar la Enciclopedia Británica (décima edición) sobre las estanterías superiores. Cogiendo un par de volúmenes, podría llegar al suelo de inmediato. Coincidimos asimismo en dejar pesas de hierro junto a los zócalos, de manera que, asido a ellas, pudiera desplazarse por la zona mas baja de la habitación.

A medida que avanzábamos en los planes, yo me encontraba más y mas interesado. Yo mismo llamé al ama de llaves y le di las instrucciones necesarias, y fui yo sobre todo quien fijó la cama invertida. De hecho, pasé dos días enteros en su casa. Soy un individuo hábil con un destornillador en la mano, y realicé toda clase de ingeniosas adaptaciones: alargué un cable para que pudiera tocar la campanilla, puse del revés todas las luces, y así sucesivamente. Todo este asunto me resultaba extremadamente curioso e interesante, y me encantaba pensar en Pyecraft como un inmenso y gordo moscardón, trepando por el techo y cruzando a gatas los dinteles de las puertas de un cuarto a otro, sin volver al club nunca, nunca más…

Pero entonces mi fatal ingenio me jugó una mala pasada. Yo me hallaba junto a la chimenea, bebiendo su whisky, y él en su rincón favorito, junto a la comisa, claveteando una alfombra turca en el cielo raso, cuando me sobrevino una ocurrencia.

—¡Por Dios, Pyecraft! —exclamé—, todo esto es completamente innecesario.

Y sin calcular las consecuencias de mi descubrimiento, le revelé mi idea.

—Ropa interior de plomo —dije. El daño estaba hecho.

Pyecraft recibió la revelación casi entre lágrimas.

—Todo en su sitio nuevamente… —dijo.

Le participé todo el secreto antes de caer en la cuenta de hasta dónde me llevaría.

—Compre láminas de plomo —le dije—, estámpelas en discos. Córtelas sobre el patrón de su ropa hasta tener una cantidad suficiente. Póngase unos zapatos con suela de plomo y lleve una bolsa de plomo macizo, ¡eso será suficiente! En lugar de permanecer aquí como un prisionero, puede volver al extranjero, ¡Pyecraft! Puede viajar…

Se me ocurrió otra idea aún mas afortunada.

—Jamás tendrá que temer un naufragio. En tal caso le bastaría con deshacerse de alguna de sus ropas, conservando en la mano la cantidad necesaria de equipaje, y quedaría flotando en el aire…

En su emoción, dejó caer, a dos dedos de mi cabeza, el martillo con que había estado fijando la alfombra.

—¡Cielos! —exclamó—, podré volver al club.

Me quedé helado.

—¡Cielos! —repetí débilmente—. Sí, por supuesto que podrá.

Lo hizo. Lo hace. Está sentado a mis espaldas engullendo ya su tercer bollo con mantequilla. Nadie en el mundo sabe —salvo su ama de llaves y yo— que no pesa prácticamente nada, que es una simple masa molesta de materia asimilante, puras nubes vestidas, mente, nefas, y el más insignificante de los hombres. Allí está sentado, mirándome hasta que yo haya terminado de escribir esto. Luego, si puede, me acechará. Se acercará sinuosamente…

Me lo volverá a contar todo de nuevo, cómo se siente, cómo no se siente, cómo confía a veces en que se le esté pasando un poquito. Y siempre, en algún momento de aquel discurso gordo y abundante, me diga:

—Es un secreto, ¿eh? Si alguien se enterara me daría tanta vergüenza… A cualquiera lo haría quedar como un tonto, ¿entiende? Arrastrarse contra el cielo raso y todo eso…

Y ahora, a esquivar a Pyecraft, que ocupa justamente una posición estratégicamente admirable entre la puerta y yo.

La gallina degollada, Horacio Quiroga


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Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

El fin, Jorge Luis Borges


Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…

Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

El otro, con voz áspera, replicó:

—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.

Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

El otro explicó sin apuro:

—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.

Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.

El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió la respuesta de negro:

—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

El negro, como si no lo oyera, observó:

—Con el otoño se van acortando los días.

—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.

Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

El otro contestó con seriedad:

—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:

—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

El ángel de la señora Rinaldi, Thomas Ligotti



En ocasiones, durante mi infancia, los asombrosos sueños que experimentaba por las noches resultaban brutalmente vívidos y hacían que me despertase gritando. Tras los gritos, me volvía a hundir en la cama en un estado de excesiva enervación debido a las incorpóreas aventuras impuestas a mi yo dormido. Sin embargo, mi cuerpo se veía afectado sin duda por este régimen nocturno, ejercido severamente por visiones a un tiempo cristalinas y confusas. Esta actividad, a pesar de su naturaleza inmaterial, sólo servía para agotar mis reservas de fuerza y, en algunas ocasiones, me privaba de los beneficios de una noche completa de sueño. No obstante, aunque se me privada del privilegio del descanso natural, quizá obtuviera algún beneficio: la terrible opulencia del sueño, un mundo rico y henchido alimentado de la extenuación de la carne. El mundo, de hecho, tal como es. En comparación, cualquier otra esfera me parecía ausencia, como mucho un lapso en el fértil cementerio de la vida.

Por supuesto, mis padres no compartían mis sentimientos respecto a este tema.

“¿Qué le ocurre?”, escuché a mi padre bramar en el pasillo del piso de abajo, con un tono lleno de reproche. Poco después mi madre venía a mi lado. “Parece que cada vez son peores”, solía decir ella. Hasta que, en cierta ocasión, mi madre susurró: “Creo que ha llegado el momento de que hagamos algo con este problema”.

El tono de su voz me convenció de que lo que tenía en mente no era una visita al doctor, recomendada con tanta frecuencia por mi padre. La suya era una búsqueda de curación más turbia, aunque sin duda también más apropiada para mi “dolencia”. Mi madre siempre sintió cierta debilidad por las tentaciones de la superstición, y mis tortuosos sueños parecían justificar cierta indulgencia con métodos poco ortodoxos. Su brillante y solemne mirada revelaba los deseos que albergaba de traficar con fuerzas esotéricas, de relacionarse con especialistas de un universo secreto, con empresarios de lo intangible.

-Mañana tu padre se va pronto a trabajar. Vuelve a casa en lugar de ir al colegio e iremos a visitar a una mujer que conozco.

Al día siguiente, y ya bien entrada la mañana mi madre y yo nos dirigimos a una casa en uno de los barrios periféricos de la ciudad, donde fuimos amablemente invitados a sentarnos en el salón de estar de la señora Rinaldi, viuda desde había mucho tiempo. Quizá fuera simplemente la fatiga que mis sueños nocturnos me provocaban lo que dificultó que pudiera fijar algún pensamiento o sentimiento lúcido sobre la anciana y su remoto lugar. Aunque el ordenado lugar brillaba con luz solar, esta iluminación actuaba de alguna manera como un baño de agua sobre una acuarela, emborronando el contorno de las cosas y atenuando la nitidez de las superficies. Esta oscuridad no se dispersaba ni tan siquiera con la luz de una enorme lámpara de abigarrada pantalla que la señora Rinaldi tenía encendida junto al pequeño diván en el que ella y mi madre estaban sentadas. Yo estaba cerca de ellas en un sillón viejo pero dignamente tapizado, y sin embargo sus siluetas rehusaban enfocarse, al igual que el resto de los objetos dentro de esa habitación se resistía a quedar definido. Qué bien conocía tales ambientes, esos profundos interiores del sueño donde todo está saturado de irrealidad y se disuelve más o menos ante la propia mirada. Podría contarles lo cuidadosamente ordenado que estaba este particular interior…cuadros perfectamente rectos y firmemente clavados en las paredes, figurillas bien desempolvadas y dispuestas sobre estantes, tapetes con puntillas colocados en su lugar exacto, y delicadas flores de seda en delgados jarrones de cristal de colores. Sin embargo, había algo sumamente frágil en el equilibro que mantenían estas cosas, como si todas estuvieran expuestas a una repentina confusión al más mínimo contratiempo, por muy sutil que este fuera, en el sistema secreto que los mantenía juntos. Esta volatilidad parecía extenderse hasta la mismísima señora Rinaldi, aunque, de hecho, quizás ella fuera su origen.

A primera vista, la señora parecía poseer tan sólo los misterios usuales de las ancianas a las que se les supone un acento cerrado, lo tengan o no realmente. Hacía gala de la rotundidad corporal y la sencilla indumentaria de una campesina, y su tranquila actitud era sin duda un ejemplo de la quietud campesina según la creencia popular: unas manos entrelazadas sin temblor alguno sobre un amplio regazo y unos ojos gentilmente atentos. Pero esos ojos eran de un color muy claro, como lo eran también la piel de su rostro y sus cabellos vaporosos. Era como si una gran presión hubiera desvanecido, y continuara desvaneciendo, los colores intensos que en otro tiempo la iluminaron, mermando sus poderes y dejándola vulnerable a algún tenue ataque. Durante el tiempo en que mi madre estuvo explicándole la razón de porqué buscábamos su ayuda, la señora Rinaldi podría haber degenerado en cualquier momento ante nuestros ojos, podría haber sucumbido a las aflicciones espectrales que llevaba tanto tiempo eludiendo, tanto por ella misma como por otros. Y, sin embargo, podría haber sido fácilmente confundida con una mujer tan sencilla como cualquier otra, cuyo pulcro salón de estar no exhibía ningún objeto o imagen que delatara su pasatiempo más cuestionable y peligroso.

-Señora –dijo a mi madre, aunque tenía los ojos puestos en mía-, me gustaría llevar a su hijo a otro cuarto de la casa. Allí creo que podría comenzar a ayudarle.

Mi madre asintió y la señora Rinaldi me guió por el pasillo hasta una habitación en la parte trasera de la casa. La habitación me recordaba un poco a algún tipo de tienda, un lugar en el que se guardaban los productos escondidos en oscuros armarios en las paredes, en grandes baúles sobre el sueño, en cajas y maletas de todo tipo apiladas aquí y allá. No había nada expuesto a la vista, excepto estos receptáculos, esta variedad de contenedores multiformes. La única ventana estaba cerrada a cal y canto, y una bombilla desnuda colgada era la única iluminación.

No había ningún sitio donde sentarse, sólo el espacio vació del sueño; la señora Rinaldi me llevó de la mano hasta el centro de la estancia, Tras mirarme fijamente durante unos segundos con expresión sumamente severa, comenzó a andar lentamente a mi alrededor.

-¿Sabes lo que son los sueños? -me preguntó en voz baja, y acto seguido comenzó a responder a su propia pregunta-. Son parásitos…gusanos de la mente y el alma que se alimentan de la mente y el alma como los gusanos se alimentan de la carne. Y al alimentarse de la mente y el alma también devoran el cuerpo, lo cual a su vez afecta de nueva la mente y el alma, y así hasta causar la muerte. Y es que estas cosas no pueden estar separadas, ni ninguna otra cosa. Porque todo está terriblemente vinculado y afecta a todo lo demás. Incluso las cosas más dispares están conectadas con el resto de las cosas. Y, por ello, si estos sueños no poseen un mundo propio que los alimente pueden entrar en tu mundo y poseerlo, agotarlo poco a poco cada noche. Se apoderan de tu mundo y consumen. Desastan tu rostro y los rostros de las cosas que conoces: usan las cosas que son tuyas a su propia manera. Y pueden utilizar a algunas personas con una facilidad pasmosa, y con mucha dureza. Pero utilizan a todos, y siempre han utilizado a todos, porque pertenecen a tiempos remotos, antes de que los mundos se despertasen de una larga y desamparada noche. Y estos sueños, estas cosas llamadas sueños, siguen actuando para arrojarnos de nuevo a aquella enorme y demente oscuridad, para consumirnos a todos nosotros durante nuestro solitario sueño y agotarnos hasta la muerte. Poco a poco, noche tras noche, nos arrebatan de nosotros mismos y de la verdad de las cosas. Yo misma sé muy bien cómo son los sueños y qué pueden hacernos. Nos hacen bailar al ritmo de extraños delirios hasta que estamos demasiado exhaustos para seguir viviendo. Y ellos te han encontrado, niño, una dócil pareja para su terrible baile.

Con estas palabras la señora Rinaldi no sólo reveló un aspecto de sí misma que distaba bastante de la serena y sabia mujer que mi madre había visto, sino que también me adentró mucho más profundamente en lo que yo simplemente había sospechado hasta ese día en aquel cuarto donde se apilaban por todas partes baúles y extrañas cajas, y donde enormes armarios se cernían desde las paredes… cuántas puertas y cajones herméticamente cerrados y tapas candadas…y cuántas cosas escondidas al otro lado.

-Por supuesto –continuó la anciana., tus sueños no pueden ser totalmente borrados de tu vida, tan sólo se les puede hacer retroceder para que no causen un daño extraordinario. Y aún así terminarán triunfando, negándonos algo más que el descanso del sueño nocturno. Y es que al final, nos arrebatan el tiempo que hubiera podido otorgarnos la inmortalidad. Nos corrompen de todas las maneras posibles, abduciéndonos de las filas de los ángeles de las que hubiéramos podido formar parte, puros y sosegados y eternos. Es debido a esos sueños que padecemos por lo que nos asigna un número tan escaso de años de vida, con toda su miseria. Esto es todo lo que puedo ofrecerte, niño, aunque no puedas entender lo que significa. Porque, ciertamente, no deberías sufrir la corrupción máxima antes de que llegue tu hora.

Tras acabar su discurso, la señora Rinaldi permaneció furente a mí, enorme e inmóvil, respirando ahora con cierta dificultad. Debo confesar que sus teorías me intrigaron más allá de lo que llegaba a comprender, porque entonces sus afirmaciones sobre el significado y los mecanismos del sueño me parecía que estaban basadas en presunciones un tanto cuestionables e innecesariamente descabelladas y alejadas de las ortodoxias más antiguas sobre la creación. Sin embargo, decidí no resistirme, fuera cual fuera la puesta en práctica de sus ideas. Por su parte, la anciana escudriñaba con la mirada mi pequeña silueta con cierta intensidad, ocupada en lo que parecía una evaluación psíquica de mi presencia, como si dudase seriamente si era seguro o no llevarme al siguiente estadio. Tras despejar aparentemente sus dudas, se aproximó arrastrando los pies hasta un armario alto, abrió la puerta con una llave que llevaba en un bolsillo abultado del vestido, y sacó del interior dos objetos: un delgado decantador medio lleno con un líquido rojo oscuro, presumiblemente vino, y un vaso corto de boca ancha. Acercó estos objetos a donde yo estaba, extendió la mano derecha en la que sostenía el vaso y dijo:

-Toma esto y escupe dentro.

Tras hacerlo, la anciana vertió un poco de vino en el vaso y luego volvió a colocar el decantador en el armario, que volvió a cerrar con llave.

-Ahora arrodíllate en el sueño –ordenó-. Ten cuidado de no derramar ni una sola gota del vaso y no te levantes hasta que te lo diga. Voy a apagar la luz.

A pesar de la total oscuridad, la señora Rinaldi podía moverse bien por el cuarto y sus pasos de nuevo se alejaron de mí. Escuché cómo abría otro armario, o quizás fuera uno de los enormes baúles cuya tapa levantó con cierta dificultad mientras las bisagras chirriaban en la oscuridad. Una ligera ráfaga de aire atravesó la estancia, una breve corriente sin aroma y que no era ni cálida ni fría. La señora Rinaldi entonces se acercó a mí, moviéndose con más lentitud que antes, como si transportase algún objeto pesado. Con un gran gemido, colocó el objeto en el sueño y oí cómo lo arrastraba por el sueño a unos pocos centímetros de donde yo estaba arrodillado, aunque no podía ver de qué se trataba.

De repente, una fina línea de luz se dibujó en la negrura, y pude ver el decrépito dedo de la señora Rinaldi alzando la tapa de una caja alargada y poco profunda de donde emanaba la luminosidad. La línea brillante fue ensanchándose a medida que la tapa se abría, revelando finalmente un pálido brillo que parecía totalmente confinado al interior de la propia caja y que no proyectaba ni el más mínimo fulgor en el cuarto. El origen de esta luz era una especie de vapor incandescente que se enroscaba de forma que parecía atraer la oscuridad del cuarto hacia su luminoso reino, que aparentemente se extendía más allá de los límites de lo visible y otorgaba a la caja una apariencia de no tener fondo. Pero yo mismo pude sentir su fondo cuando la susurrante voz de la señora Rinaldi me ordenó colocar en la caja el vaso que sujetaba. Y así pues, ofrecí el vaso a aquella neblina fluorescente, a esas volutas de un vapor que, en cierta forma, era eléctrico y chispeante y con destellos infinitesimales de una intensa luz salpicada con polvo de diamantes.

Esperaba notar algo cuando introduje la mano en la fulgente caja y coloqué suavemente el vaso sobre su fondo no muy profundo y bastante sólido… Pero no había nada que sentir, ningún tipo de sensación….ni siquiera sentía mi propia mano. Parecía que existía algún poder tras este prodigio, pero se trata de un poder terriblemente inactivo, una catarata de la luz más pura desplomándose silenciosamente sobre la negrura del espacio. Si hubiera podido expresarse, habría hablado con una suave y reverberante voz sobre la solitaria paz de los planetas, el deshabitado paraíso de las nubes y un antiséptico infinito.

Tras colocar el vaso de vino y saliva en la caja, la luz del interior cambió de color a un tono rosado durante unos segundos, y a continuación retomó su reluciente blancura. Había aceptado el ofrecimiento. La señora Rinaldi susurró “amén”; luego, cuidadosamente, cerró la tapa sobre la caja devolviendo la oscuridad al cuarto. Oí cómo la anciana colocaba el objeto de nuevo en su tabernáculo, donde quiera que estuviera situado. Finalmente las luces volvieron a encenderse.

-Ya puedes levantarte –dijo la señora Rinaldi-. Y límpiate las rodillas, están un poco sucias.

Cuando terminé de sacudirme el pantalón, me percaté de que la señora Rinaldi estaba de nuevo mirándome fijamente en busca de alguna señal que delatase algún posible error o quizá algún fallo que yo pudiera revelarle. En esos momentos creí que la anciana estaba a punto de decirme: “No preguntes acerca de lo que has visto en este cuarto”. Pero, de hecho, me dijo:

-Te sentirás mejor ahora, pero nunca intentes averiguar qué hay dentro d esa caja. No pretendas averiguar más sobre ella.

No se detuvo para escuchar mi respuesta a sus instrucciones, porque, en efecto, era una mujer sabia y, como tal, sabía que en asuntos como estos ningún juramente informal de abstención era de fiar, aunque existieran las mejores de las intenciones.

En cuanto salimos del hogar de la señora Rinaldi, mi madre me preguntó qué había pasado y yo le describí la ceremonia con todo detalle. Sin embargo, no despejó del todo sus dudas al escuchar lo que yo le conté: aunque ella ya suponía que los métodos de la señora Rinaldi podrían ser sumamente inusuales, también conocía la gran imaginación de su propio hijo. Sin embargo, se vio obligada a mantener su fe en los arcanos procesos que ella misma había puesto en marcha. Así pues, tras mi recuento de los incidentes que tuvieron lugar en aquel cuarto, mi madre asintió en silencio y, tal vez, vacilante.


Debo reconocer que durante un periodo de tiempo la fe de mi madre en la señora Rinaldi no parecía haber sido erróneamente depositada. El día de nuestra visita a la anciana fue pare mí el comienzo de una fase única de experiencia. Incluso mi padre notó el cambio en mis hábitos nocturnos, así como una recién descubierta personalidad que yo mostraba durante el día. “El chico parece más silencioso ahora”, le comentó a mi madre.

En efecto, me sentía cercano a una serenidad casi vergonzosa por su expansión, que me sumergía en una plácida rutina que contrastaba violentamente con mi anterior vida. Dormía de un tirón todas las noches y apenas revolvía las sábanas. Con esto no quiero decir que mis noches estuvieran totalmente libres de sueños. Pero estos no eran más que tenues ondas sobre amplias aguas calmadas, pequeños gestos patéticos de algo que intentaba agitar la inmovilidad de un mundo vasto y sin colores. Podrían aparecer algunas figuras, trémulas como humo, pero eran meras alucinaciones lisiadas, sin fuerza para hablar o alzar la mano contra mi terrible paz.

Mis ensoñaciones diurnas eran, de hecho, más interesantes, aunque también eran terriblemente vagas y sin tensión alguna. Sentado tranquilamente en clase en el colegio, con frecuencia me quedaba mirando las nubes y la luz del sol por la ventana, contemplando cómo los rayos del sol penetraban en las nubles y cómo las nubles se llenaban a un mismo tiempo de luz solar y de sombras. Sin embargo, nunca surgían imágenes o ideas en esta visión, como sí había ocurrido antes. Sólo tenía lugar una meditación ausente, unas cavilaciones sin tema concreto. Podía sentir que algo intentaba emerger en mi imaginación, un exuberante y colorido drama que se mantenía muy alejado de mí, tan alejado como aquellas nubles, y que permanecía vaporoso y vacío de cualquier sentido o sensación. Y, si intentaba dibujar algo en mi libreta y permitía a mi mano la mayor libertad posible (para averiguar si ella podía sentir y recordar lo que yo no podía), me sorprendía a mí mismo dibujando una y otra la misma cosa: cajas, cajas, cajas…

No obstante, no puedo decir que fuera infeliz durante este tiempo. Mis pesadillas y todo lo relacionado con ellas habían quedado expulsadas de mi cuerpo, se habían consumido mientras dormía. Había sido purificado de sustancias corruptas, limpiado totalmente de manchas extrañamente coloreadas en mi mente y mi alma. Sentía la insípida alegría de un ser aliviado, una especie de claridad que parecía en cierta manera verdadera e incluso virtuosa. Pero esta moratoria de cualquier forma de oscuridad duró tan sólo un breve tiempo antes de que los antiguos impulsos se reivindicaran de nuevo en mi interior, y avanzaran como una manda de lobos hambrientos en busca de lo que antes les alimentaba y les volvería a alimentar.

Durante unas cuantas noches mis sueños continuaron siendo un tanto anémicos y sólo presentaban personajes y escenas desvaídos. Se habían debilitado demasiado para usarme como lo hacían antes, apoderándose como solían hacer del contenido de mi vida –mis memorias y emociones, toda la parafernalia de una historia privada- y moldeándolo a su manera, dando forma a cosas que no poseían forma propia y, en consecuencia, agotando mi cuerpo y mi alma. La teoría de la señora Rinaldi acerca de estos parásitos llamados sueños era, por lo tanto, correcta… en cuanto a lo que había ocurrido hasta el momento. Pero la anciana no había llegado a considerar, o quizá se negaba a reconocer, que el soñado por su parte obtiene algo del sueño, gana una cantidad de experiencia que de otra forma es imposible de obtener, y atesora los enigmas grotescos o banales de la noche para llenar los grandes espacios vacíos del día. Y mis sueños habían dejado de realizar esta función, o al menos ya no se adecuaban a mis necesidades… ese apetito que había descubierto en mí mismo por saciarme de lo absurdo y lo horrible, incluso de lo perfectamente maligno. Fue esta privación, creo, lo que ocasionó el cambio en la naturaleza de mis sueños.

Al tener tan poco sustento con el que nutrir mis gustos –tan sólo precarios demonios e insípidos decorados-, debí de ser atraído de nuevo a mi propia consciencia… hasta que finalmente fui plenamente consciente de mi estado de ensoñación, un espeleólogo intensamente lúcido dentro de las cuevas del sueño. Entonces, a lo largo de varias noches, percibí un nuevo o anterior fenómeno oscuro, algo que existía en la distancia de aquellos paisajes ruinosos que había comenzado a explorar. Era una especie de nauseabunda niebla que flotaba sobre el horizonte de cada sueño y que ejercía un claro magnetismo, una atracción sobre las austeras escenas, que las envolvía por todos lados, y que incluso planeaba por las alturas como un cielo animado, una bóveda celestial que brillaba tenuemente. Sin embargo, estos sueños eran proyectados con tonalidades mortecinas y contenían un escaso ruinoso mobiliario.

En el último sueño que tuve de este tipo, vagaba entre unas cuantas ruinas desperdigadas que parecían haberse alzado de algún abismo submarino, erosionadas y pálidas tras su oscuro confinamiento. Como los escenarios de los otros sueños, este me resultaba familiar, aunque incompleto, como si contemplara los restos decadentes de algo que hubiera conocido durante mis horas de vigilia. Y es que aquellas torres que se alzaban ante mí no eran torres devoradas por el paso del tiempo, y a mis pies no había arcas hundidas desmoronándose como carne putrefacta, Esos objetos eran más parecidos a los armarios y cajas que recordaba haber visto en aquel cuarto de la casa de la señora Rinaldi, aunque ahora ese recuerdo degeneraba, y era arrastrado poco a poco, digerido, por aquella niebla que rodeaba y roía todas las cosas. Y cuanto más me aproximaba a esta niebla, más descompuesto se tornaba el paisaje del sueño, hasta que todo quedaba consumido y lo único que podía ver era aquel chispeante remolino de vapor.

Y fue entonces, al penetrar en este vacío brumoso, cuando recobré de nuevo la verdadera sensación de sueño, el terror inherente de mis visiones. Había aquí una especie de pantano hacia el cual las profundidades de mis sueños estaban siendo dirigidas, dejando tan solo un excedente poco profundo que fluía con un exiguo hilillo a través de mis noches. Y digo aquí sin saber realmente qué lugar o plano de existencia era: algún tipo de escenario espectral, un terreno baldío situado en el callejón del sueño, un puesto fronterizo del propio universo… o quizás simplemente el interior de una caja escondida en la casa de una anciana, una caja dentro de la cual algo existía en toda su insensible pureza, un éter nebuloso libre de formas corruptas y conocimiento, y que libremente purificaba a otros con su gracia estéril.

En cualquier caso, sentía que los habituales límites de mi mundo de sueño se habían expandido hasta otro reino. Y descubrí que era aquí donde los sueños perdidos permanecían totalmente vivos en su esencia. Consumidos dentro de aquel vapor yermo al que le había visto ingerir una mezcla de mi propia saliva y el vino más oscuro, estos sueños vivían exiliados de aquella multitud de anfitriones inconsciente cuyas experiencias habían usado en otro tiempo como los armarios donde llevar a cabo sus inquietantes representaciones tras el telón del sueño. Estos eran los parásitos que forzaban al durmiente a adoptar el doble papel de ejecutor y testigo de las manipulaciones de sus recuerdos y sus emociones, la abducción no deseada de su historia privada por aquellas imprudentes celebraciones llamadas sueños. Pero aquí, en esta prisión de resplandeciente pureza, habían quedado reducidos a su estado primigenio…sueños abstractos, cosas sin rostro ni forma procedentes de viejos tiempos y que una mujer muy anciana me había revelado. Y aunque no tenían ni rostro ni forma, y no llevaban ninguno de los múltiples disfraces en los que siempre los había visto, su presencia a mi alrededor seguía siendo bastante palpable, y se cernían sobre la recargada lucidez que llevé conmigo a un lugar del que yo no formaba parte.

Fue desarrollándose una lucha a medida que esta niebla angelical –agente de mi salvación- mantenía a raya a aquellas cosas que ansiaban mi mente y mi alma, mi propia consciencia. Pero en lugar de unirme a esa lucha, me rendí ante este voraz asedio, ofreciendo mi ser consciente a lo que se había apropiado de él, otorgando todos los tesoros de mi vida a esta tierra baldía de abstracciones.

Entonces la propia blancura infinita se inundó de los colores de los innumerables rostros y formas, un cielo blanco súbitamente repleto de arco iris, hasta que todo se saturó de tal manera de celebraciones y se empapó de tanto frenesí que finalmente adoptó la total negrura de los viejos tiempos. Y en esa negrura me desperté, gritando al mundo.


Al día siguiente me encontraba de pie en el porche de la señora Rinaldi, viendo cómo mi madre golpeaba repetidamente el llamador de la puerta sin conseguir que apareciera la anciana. Pero algo nos decía que estaba en casa, una sombra que vimos pasar nerviosamente tras la ventana de la fachada. Finalmente, la puerta se abrió ante nosotros, pero quienquiera que la abrió permaneció al otro lado y dijo:

-Señora, llévese a su hijo a casa. No se puede hacer nada más. Me equivoqué con él.

Mi madre se quejo del retorno de mi “enfermedad” y dio un paso hacia el interior de la casa arrastrándome a mí con ella. Pero la señora Rinaldi tan solo dijo:

-No entren aquí. No es apropiado que visiten este lugar ni que me vean.

Por lo que pude observar del saloncito, parecía que había tenido lugar un cambio esencial, como si el frágil equilibrio del cuarto se hubiera roto y la constante amenaza de que su orden pudiera trastornarse hubiera sido por fin ejecutada. Todo en su interior parecía torcido, distorsionado por algún tipo de proceso de descomposición y retorcido hasta perder sus proporciones naturales. Era un cuarto contemplado a través de una ventana combada y de extraño color.

Y mucho más extraño me pareció este color cuando la señora Rinaldi se mostró de repente ante nosotros y pude ver que sus ojos claros en otro tiempo y su rostro cetrino habían adoptado el mismo tono, un vidriado verdoso como de algo a un mismo tiempo putrefacto y de aspecto de reptil. Mi madre enmudeció inmediatamente ante esta visión.

-¿Me harán caso ahora y se marcharán?– dijo la anciana-. Ni tan siquiera puedo ya hacer algo por mí misma. Tú sabes de lo que hablo, niño. Todos esos años los sueños pudieron ser mantenidos a raya. Pero tú has confraternizado con ellos, sé que lo hiciste. Cometí un error contigo. Permitiste que mi Rangel fuera envenenado por los sueños que no pudiste negar. Era un ángel, ¿lo sabías? Estaba libre de cualquier pensamiento y libre de cualquier sueño. Y tú eres quien lo hiciste pensar y soñar, y ahora está muriéndose. Y no está muriendo como ángel, sino como demonio. ¿Quieres ver cómo es ahora?– dijo señalando hacia la puerta que conducía al sótano de la casa-. Sí, está allí abajo porque ya no es como era y ya no podía permanecer donde estaba. Se marchó reptando con su propio cuerpo, el cuerpo de un demonio. Y tiene sus propios sueños, los sueños de un demonio. Está soñando y muriendo con sus sueños. Y también yo estoy muriendo, porque todos los sueños han regresado.

Entonces la señora Rinaldi comenzó a aproximarse a mí, y el color de sus ojos y su rostro pareció oscurecerse. Y fue entonces cuando mi madre me agarró del brazo y me sacó rápidamente de la casa. Mientras no alejábamos corriendo, eché una mirada hacia atrás y vi a la anciana despotricando en la puerta abierta, y maldiciéndome por ser un demonio.

No pasó mucho tiempo cuando nos enteramos de la muerte de la señora Rinaldi. Según su propio diagnóstico, los parásitos se habían apoderado de ella, aunque los rumores locales decían que había padecido durante años de algún tipo de cáncer. También se encontraron pruebas de que otro habitante de la casa sobrevivió a la anciana durante un corto periodo de tiempo. Y ocurrió que varios compañeros míos de la clase me informaron sobre sus incursiones nocturnas en la casa de “la vieja bruja”, un lugar donde mis padres me habían prohibido ir. Así pues, no puedo afirmar que contemplara con mis propios ojos lo que se arrastraba por el sueño en aquella casa iluminada por la luna, algo “como un montón de trapos sucios”, dijo uno de los chicos.

Pero sí soñé sobre este prodigio; e incluso soñé sobre sus sueños mientras arrastraban hasta la última brillante partícula angelical de este ser hacia la negrura de los viejos tiempos. Entonces, todas mis pesadillas se aplacaron tras un tiempo, como siempre habían hecho y siempre harían, usando mi mundo tan sólo a intervalos y disolviendo gradualmente mi vida en la de ellos.

El último viaje del buque fantasma, Gabriel García Márquez



Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después de que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin luces v sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el transatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, porque se te está pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efecto vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarayas en primaveras de esponjas, los pargos rosados y las corvinas azules zambulléndose en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspirando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre estos forros de terciopelo y con estos brocados de catafalco de reina, pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de chocolate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de culebra, lo mismo que les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes de que tiraran en el mar la poltrona asesina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier, pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de marfil tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burló de los negros holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado hacia la entrada de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo porque viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste, y así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubieran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos Ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer v ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él tuvo la revelación abrumadora de que aquel percance de las boyas era la última clave del encantamiento, v encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puerta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de altamar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella, porque ahora sí van a saber quién soy yo, v siguió orientando el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas, la Ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguiéndolo con todo lo que llevaba dentro su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido, v él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes de que el tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa, v entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada d e marzo sino el medio día de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, balalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.

Así fue salvado Wang-Fô, Marguerite Yourcenar


El viejo pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente porque Wang-Fô se detenía de noche a contemplar los astros, y de día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo pinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres porque Wang-Fô cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas.

Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fô como compañero de mesa. El viejo había bebido para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fô se inclinó para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la tormenta.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fô no tenía dinero ni posada, humildemente le ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fô reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto.

Desde hacía años, Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fô hacía de ella, su rostro ¡se marchitaba como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la estrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fô la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los frascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración.

Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente que lo escuchaba.

Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gritadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fô a pasar el vado del próximo río.

Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de Wang-Fô quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fô siguió a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar.

Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fô innumerables salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del Cielo.

Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador.

El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto, que no reflejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô prosternándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que está por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado.

— ¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fô hasta entonces no había frecuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores.

— ¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En esos salones fui educado, viejo Wang-Fô, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los sacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir.

Y es por ello, Wang-Fô, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino.

Y como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.

Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fô.

—Escucha, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras que se reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fô, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fô, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado.

Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde Wang-Fô había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fô secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wang-Fô no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fô añoró a su discípulo Ling.

Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua.

La frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas.

Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo quedamente mientras seguía pintando:

—Te creía muerto.
—Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô. Estos desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer?

—No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura.

Y agregó:

—El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo.

El cuadro, terminado por Wang-Fô, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fô que flotaba al viento.

La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.