lunes, 29 de febrero de 2016

La culebra, cuento tradicional mexicano


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Todo el día en San Miguel Tejocote se oye el cocoroco de las gallinas, el coin coinc de los puercos y el jijay jijay de los asnos. Pero no siempre fue así. Antes, en San Miguel Tejocote las personas y los animales hablaban el mismo idioma. Creo que antes todos los días eran como una fiesta en donde todos hablaban a la vez.

¿No sería bueno dijo un niño a don Paciano que yo pudiera hablar con un chichiton (perro) o con mi mizton (gato), o hasta con los animales del bosque, el tochtli (conejo), o mazatl (venado) que todas las tardes baja a beber agua? ¿No sería bueno feo?

Sí, porque aprenderías mucho de ellos le dijo don Paciano. Cuando hablaban con los animales, los niños eran más listos que ahora. Entonces, por ejemplo, los niños no pedían dinero a cambio de alguna ayuda; no se ponían exigentes ni caprichudos. Coatl, la culebra, les enseño eso a las gentes.

¿La culebra?

Esa mera dijo don Paciano, y les voy a contar como estuvo la cosa. Sucedió que un campesino araba la tierra, cuando oyó que alguien gritaba desde la otra orilla de su milpa. ¡Auxilio! ¡Auxilioooooooooooo!, decía la voz con desesperación. Y allí va el campesino, muy compadecido, para ver qué pasaba. Y va viendo una culebra aplastada por un tronco caído.

Ayúdame, por favor dijo la culebra. Si nadie me saca de aquí moriré de hambre y de sed.

El hombre levanto el tronco y salió la culebra. Removió su largo cuerpo, se sacudió las astillas del tronco y dijo:

¡Ay, qué bueno, y ahora te voy a comer!

¡Como! Dijo el campesino. ¡Si acabo de salvarte la vida!

Mesmamente (ciertamente) por eso te voy a comer dijo la culebra, porque como dice el dicho: “El bien con el mal se paga”.

domingo, 28 de febrero de 2016

Carta a una señorita en París, Julio Cortázar


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Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

sábado, 27 de febrero de 2016

El médico, Thomas Ligotti


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Otra fiesta, en esta ocasión muy apartada: una destartalada casa vieja al borde del bosque, y pinos de fondo que aguijoneaban la luna. Todo el mundo tenía un aspecto horrible, el peor que jamás hubiera visto, pero, de alguna manera, vestían con elegancia. Las mujeres, con rostros color de cera, llevaban largos vestidos con lar-gas mangas rematadas en guantes de satén; medias negras cubrían lo poco que podía ver de sus piernas; y el poco pelo que les quedaba lo usaban para ocultar, con patética precariedad, la amarillenta y sebosa piel de sus frentes, mandíbulas y mejillas. Un minucioso maquillaje de ojos les ayudaba enormemente. Por su parte, los hombres recurrían a gafas oscuras y grandes sombreros con amplias alas un tanto lacias. Al menos, la mayoría de los hombres iban así ataviados (¡en esta ocasión!); y cuánto deseé que los que no iban así cubiertos lo estuvieran. Todos sostenían copas de champán de delicados tallos de cristal y galaxias de burbujas, pero incluso un cristal tan exquisito parecía sobrecargar en exceso sus delgadas manos difíciles de controlar. Era de suponer que se derramaba bebida con frecuencia, aun-que, como siempre, se esforzaban por que las pérdidas de líquido fueran mínimas. Fui testigo de dos de estos contratiempos, que dejaron empapados los frontales de los caros vestidos de noche de las pobres víctimas, y estoy seguro de que hubo muchos más. Afortunadamente, el champán era un líquido incoloro (el doctor había mostrado gran consideración en este detalle), y sólo dejaba un manchón de humedad que se secaba pronto.

Decidí llevar gafas oscuras para variar, pero mi espesa cabellera peinada seguía distinguiéndome entre la multitud. El doctor me reconoció casi inmediatamente y me guió hacia un rincón tranquilo.

-Podrías haberte puesto también un sombrero, ¿sabes? -r te recriminó.

-Tú nunca llevas ni sombrero ni gafas -contesté-. Y siempre he querido preguntarte por qué te gusta llevar esa espesa barba. Debe de ser desesperante para todos los hombres en este salón, a excepción de mí mismo.

-Soy su médico. Aunque en ocasiones me detesten por ello, en corazones se alegran de que yo no sea como ellos. ¿Qué te parece fiesta?

Por alguna razón, no me apeteció entretenerme con las mentiras habituales.

domingo, 21 de febrero de 2016

Tripas, Chuck Palahniuk.


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Inhala.

Coge tanto aire como puedas.

Esta historia debería durar aproximadamente lo que puedas aguantar tu respiración, y entonces solo un poco mas. Así que escucha tan rápido como puedas.

Un amigo mío, cuando tenia trece años oyó hablar de “hacerse estacas”.

Es cuando un tío se mete un consolador por el culo. Se estimula la glándula de la próstata lo suficiente, y dicen que puedes tener orgasmos explosivos sin usar las manos. Con aquella edad, este amigo era un pequeño maníaco sexual. Siempre estaba investigando una nueva manera de soltar la carga. Salió a comprar una zanahoria y un poco de aceite de lubricar. Para hacer una pequeña exploración privada. Entonces se imagino lo que iba a parecer en la cola del cajero del supermercado, con la solitaria zanahoria y el aceite de lubricar rodando por la cinta transportadora de la caja registradora hacia el cajero. Todos los compradores esperando en la cola, mirando. Todo el mundo viendo la gran tarde que tenia planeada.

Así que mi amigo compro leche, huevos, azúcar, y una zanahoria. Todos los ingredientes necesarios para un pastel de zanahoria. Y vaselina.

Como si fuera a meterse un pastel de zanahoria por el culo.

En casa apretó la zanahoria con el soporte de una herramienta fijadora. La embadurno con grasa y la recubrió con su culo. Entonces nada. Ningún orgasmo.

Nada pasaba excepto que dolía.

Entonces, este chico, oyó como su mama le gritaba que era la hora de la cena.

Ella dijo que bajara, enseguida.

Se saco la zanahoria y oculto aquella cosa mugrienta y resbalosa con la ropa sucia bajo su cama.

Después de la cena, fue a buscar la zanahoria. Y ya no estaba. Toda la ropa sucia, mientras el cenaba, había sido recogida por la madre para hacer la colada. No había manera de que no hubiera encontrado la zanahoria, cuidadosamente ocultada con un cuchillo de untar de su cocina, aun apestosa y reluciente de jugos.

Este amigo mío estuvo meses esperando cubierto de nubes negras. Esperando a que los suyos se lo echaran en cara. Y nunca ocurrió. Nunca. Incluso ahora que ha crecido, aquella zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de navidad, sobre cada fiesta de cumpleaños. En cada huevo de pascua que tiene con sus hijos, los nietos de sus padres, la zanahoria fantasma esta sobre ellos. Demasiado desagradable siquiera para mencionarlo.

sábado, 20 de febrero de 2016

Tlactocatzine, del jardín de Flandes


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19 Sept. ¡El licenciado Brambila tiene cada idea! Ahora acaba de comprar esa vieja mansión del Puente de Alvarado, suntuosa pero inservible, construida en tiempos de la Intervención Francesa. Naturalmente, supuse que se trataba de una de tantas operaciones del licenciado, y que su propósito, como en otra ocasión, sería el de demoler la casa y vender el terreno a buen precio, o en todo caso construir allí un edificio para oficinas y comercios. Esto, como digo, creía yo entonces. No fue poca mi sorpresa cuando el licenciado me comunicó sus intenciones: la casa, con su maravilloso parquet, sus brillantes candiles, serviría para dar fiestas y hospedar a sus colegas norteamericanos —historia, folklore, elegancia reunidos—. Yo debería pasarme a vivir algún tiempo a la mansión, pues Brambila, tan bien impresionado por todo lo demás, sentía cierta falta de calor humano en esas piezas, de hecho deshabitadas desde 1910, cuando la familia huyó a Francia. Atendida por un matrimonio de criados que vivían en la azotea, mantenida limpia y brillante —aunque sin más mobiliario que un magnífico Pleyel en la sala durante cuarenta años—, se respiraba en ella (añadió el licenciado Brambila) un frío muy especial, notoriamente intenso con relación al que se sentiría en la calle.

—Mire, mi güero. Puede usted invitar a sus amigos a charlar, a tomar la copa. Se le instalará lo indispensable. Lea, escriba, lleve su vida habitual.

Y el licenciado partió en avión a Washington, dejándome conmovido ante su fe inmensa en mis poderes de calefacción.


19 Sept. Esa misma tarde me trasladé con una maleta al Puente de Alvarado. La mansión es en verdad hermosa, por más que la fachada se encargue de negarlo, con su exceso de capiteles jónicos y cariátides del Segundo Imperio. El salón, con vista a la calle, tiene un piso oloroso y brillante, y las paredes, apenas manchadas por los rectángulos espectrales donde antes colgaban los cuadros, son de un azul tibio, anclado en lo antiguo, ajeno a lo puramente viejo.

Los retablos de la bóveda (Zobeniga, el embarcadero de Juan y Pablo, Santa María de la Salud) fueron pintados por los discípulos de Francesco Guardi. Las alcobas, forradas de terciopelo azul, y los pasillos, túneles de maderas, lisas y labradas, olmo, ébano y boj, en el estilo flamenco de Viet Stoss algunas, otras más cercanas a Berruguete, al fasto dócil de los maestros de Pisa.
Especialmente, me ha gustado la biblioteca. Ésta se encuentra a espaldas de la casa, y sus ventanas son las únicas que miran al jardín, pequeño, cuadrado, lunar de siemprevivas, sus tres muros acolchonados de enredadera. No encontré entonces las llaves de la ventana, y sólo por ella puede pasarse al jardín. En él, leyendo y fumando, habrá de empezar mi labor humanizante de esta isla de antigüedad. Rojas, blancas, las siemprevivas brillaban bajo la lluvia; una banca del viejo estilo, de fierro verde retorcido en forma de hojas, y el pasto suave, mojado, hecho un poco de caricias y persistencia. Ahora que escribo, las asociaciones del jardín me traen, sin duda, las cadencias de Rodenbach... Dans l'horizon du soir où le soleil recule... la fumée éphémère et pacifique ondule... comme une gaze où des prunelles sont cachées; et l'on sent, rien qu’à voir ces brumes détachées, un douloureux regret de ciel et de voyage...

jueves, 18 de febrero de 2016

Cómo hablar con chicas en las fiestas, Neil Gaiman


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“Vamos,” dijo Vic. “Va a ser genial.”

“Que va,” dije a pesar de que había perdido esa pelea horas antes.

“Va a ser la leche,” dijo Vic por enésima vez “¡Chicas! ¡Chicas! ¡Chicas!” gritó mientras reía mostrando sus dientes blancos.

Ambos íbamos a un colegio masculino al sur de Londres. Si bien sería mentira decir que no teníamos experiencia con chicas – Vic parecía haber tenido muchas novias, mientras yo había besado a tres amigas de mi hermana – creo que sería cierto decir que en su mayoría solo habíamos hablado con, interactuado con, y entendido a, otros chicos. Bueno, al menos yo, es difícil hablar por otra persona, y no he visto a Vic en treinta años. No estoy seguro de que le diría ahora si le viese.

Íbamos andando por los callejones que forman el laberinto mugriento tras la estación de East Croydon. Una amiga le había hablado a Vic sobre una fiesta, y estaba dispuesto a ir quisiese yo o no, y no quería. Pero mis padres estaban fuera ese fin de semana por una conferencia, y era el invitado de Vic en su casa, así que me arrastró con él.

“Va a ser lo mismo de siempre,” dije. “En una hora estarás enrollándote con la chica más guapa de la fiesta, y yo estaré en la cocina con la madre de alguien hablando de política, o poesía o algo.”

“Solo tienes que hablar con ellas,” dijo. “Creo que puede ser al final de esta calle.” Hizo un gesto de alegría, sacudiendo la bolsa con la botella dentro.

“¿No lo sabes?”

“Alison me dio la dirección y la escribí en un trozo de papel, pero me la dejé sobre la mesa del salón. No pasa nada. Puedo encontrarla.”

“¿Cómo?” Un viso de esperanza empezó a brotar lentamente dentro de mí.

“Caminamos hasta el final de la calle,” dijo, como si estuviese hablando a un niño idiota. “Y buscamos una fiesta. Fácil.”

Busqué, pero no encontré ninguna fiesta, solo estrechas casas con viejos coches y bicicletas oxidadas en sus patios delanteros de cemento; y polvorientos escaparates de quioscos, de los que olían a especias extranjeras y vendían de todo, desde tarjetas de cumpleaños y cómics de segunda mano a revistas tan pornográficas que se vendían directamente dentro de una bolsa de plástico. Estuve presente cuando Vic deslizó una de esas revistas dentro de su suéter, pero el dependiente le pilló en la salida y le hizo devolverla.

Llegamos al final de la calle y giramos en una callejuela estrecha de casas adosadas. Todo parecía muy calmado y silencioso durante aquella tarde estival. “Para ti es fácil,” dije. “Les gustas. No tienes que hablar con ellas.” Era verdad, una sonrisa pícara y podía tener a quien quisiese en la habitación.

“Nah. No es así. Tienes que hablar.”

lunes, 15 de febrero de 2016

El cazador, John Collier


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Alan Austen, nervioso como un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street y escudriñó un momento, en el sombrío rellano, antes de localizar el nombre que buscaba, escrito confusamente sobre una de las puertas.

Empujó esa puerta, como se le había indicado, y se encontró en una pequeña estancia, en la que no había más mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente. En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía en total, quizás, una docena de botellas y tarros.

Un hombre viejo estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan, sin palabras, le entregó la tarjeta que le habían dado.

—Siéntese, señor Austen —indicó el viejo con gran cortesía—. Tengo mucho gusto en conocerlo.

—¿Es verdad que posee usted cierta mixtura de... hum... unos efectos muy extraordinarios?

—Mi querido señor —contestó el anciano—, mis existencias de ese género no son muy amplias, pero no dejan de ser variadas. No trabajo compuestos comunes... Creo que nada de lo que vendo tiene efectos que puedan ser descritos precisamente como corrientes.

—Bien, el hecho es... —empezó Alan.

—Por ejemplo —le interrumpió el viejo, tomando una botella del anaquel—, aquí está un líquido incoloro como el agua, casi insípido, completamente imperceptible si se disuelve en café, vino o cualquier otra bebida. Pasaría también totalmente inadvertido en cualquier método usual de autopsia.

—¿Quiere decir que se trata de un veneno? —exclamó Alan horrorizado.

—Llámelo detergente, si le place —continuó el viejo con indiferencia—. Quizá sirva para limpiar guantes. Jamás lo he intentado. Se podría llamar detergente de vidas. Las vidas necesitan limpieza a veces.
—No deseo nada de esa clase —precisó Alan.

—Probablemente algo parecido —manifestó el anciano—.¿Sabe el precio? Por una cucharadita de té, que es suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos. Ni un centavo menos.

—Espero que no todos sus productos sean tan caros —dijo Alan, aprensivamente.

—¡Oh, no! —exclamó el viejo—. No sería justo poner ese precio a una poción de amor, por ejemplo. Los jóvenes que necesitan una poción de amor, muy raramente tienen cinco mil dólares. De otro modo no la necesitarían.

—Me complace oír eso —dijo Alan.

sábado, 13 de febrero de 2016

El gigante egoísta, Oscar Wilde


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Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta...

Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.

-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

jueves, 11 de febrero de 2016

Cinco años de vida, Mario Benedetti


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Miró con disimulo el reloj y confirmó sus temores. Las doce y cinco. Si no empezaba inmediatamente a despedirse, perdería el último métro. Siempre le sucedía lo mismo. Cuando alguien, empujado por la nostalgia, propia o ajena, o por el alcohol, o por cierta reprimida vocación de vedette, se lanzaba por fin a la confidencia, o alguna de las mujeres presentes se ponía de pronto más bonita o más accesible o más tierna o más interesante que de costumbre, o alguno de los más veteranos contertulios, generalmente algún anarquista de la vieja hornada, empezaba a relatar su versión personal y colorida de la lucha casa por casa en el Madrid de la guerra civil, es decir, cuando la reunión por fin se rescataba a sí misma de las bromas de mal gusto y los chismes de rutina, precisamente en ese instante decisivo él tenía que hacer de aguafiesta y privar a su antebrazo del efectivo estímulo de alguna mano femenina, suave y emprendedora, y ponerse de pie y decir, con incómoda sonrisa: «Bueno, llegó mi hora fatal», y despedirse, besando a las muchachas, y palmeando a los hombres, nada más que para no perder el último métro. Los demás podían quedarse, sencillamente porque vivían cerca o —los menos— tenían auto, pero Raúl no podía permitirse el lujo de un taxi y tampoco le hacía gracia (aunque en dos ocasiones lo había hecho) la perspectiva de irse a pie desde Corentin Celton hasta Bonne Nouvelle, anodina hazaña que equivalía a atravesar medio París.

De modo que, ya decidido, tomó uno por uno los dedos finos de Claudia Freire, que en la última hora habían reposado solidariamente en su rodilla derecha, y los fue besando, en actitud compensadora, antes de dejarlos sobre la pana verde del respaldo. Luego dijo, como siempre: «Bueno, llegó mi hora fatal», aguantó a pie firme los discretos silbidos reprobatorios y el comentario de Agustín: «Guardemos un minuto de silencio en homenaje a Cenicienta, que debe retirarse a su lejano hogar. No vayas a olvidarte el zapatito número cuarenta y dos». Raúl aprovechó las carcajadas de rigor para besar las mejillas calientes de María Inés, Nathalie (única francesa) y Claudia, y las inesperadamente frescas de Raquel, pronunciar un audible «chau a todos», cumplir el rito de agradecer la invitación a los muy bolivianos dueños de la casa, y largarse.

Hacía bastante más frío que cuatro horas antes, así que levantó el cuello del impermeable. Casi corrió por la rue Renan, no sólo para quitarse el frío, sino también porque eran las doce y cuarto. En recompensa alcanzó el último tren en dirección Porte de la Chapelle, tuvo el raro disfrute de ser el único pasajero del último vagón, y se encogió en el asiento, dispuesto a ver el vacío desfile de las dieciséis estaciones que le faltaban para la correspondance en Saint Lazare. Cuando iba por Falguière, se puso a pensar en las dificultades que un escritor como él, no francés (le pareció, para el caso, una categoría más importante que la de uruguayo), estaba condenado a enfrentar si quería escribir sobre este ambiente, esta ciudad, esta gente, este subterráneo. Precisamente, advertía que «el último métro» era un tema que estaba a su disposición. Por ejemplo: que alguien, por una circunstancia imprevista, quedara toda la noche (solo, o mejor, acompañado; o mejor aún, bien acompañado) encerrado en una estación hasta la mañana siguiente. Faltaba hallar el resorte anecdótico, pero era evidente que allí había un tema aprovechable. Para otros, claro; nunca para él. Le faltaban los detalles, la menudencia, el mecanismo de esta rutina. Escribir sin ellos, escribir ignorándolos, era la manera más segura de garantizar su propio ridículo. ¿Cómo sería el procedimiento del cierre? ¿Quedarían las luces encendidas? ¿Habría sereno? ¿Alguien revisaría previamente los andenes para comprobar que no quedaba nadie? Comparó estas dudas con la seguridad que habría tenido si el eventual relato se relacionara, por ejemplo, con el último viaje del ómnibus 173, que en Montevideo iba de Plaza Independencia a Avenida Italia y Peñón. No es que supiera todos los detalles, pero sí sabía cómo decir lo esencial y cómo insertar lo accesorio.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Los nueve mil millones nombres de Dios, Arthur C. Clarke


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-Esta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido un ordenador de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?

-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su ordenador Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.

-No acabo de comprender...

-Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.

-Naturalmente.

-En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.

-¿Qué quiere decir?

-Tenemos motivos para creer- continuó el lama, imperturbable- que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.

-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.

-Oh- exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?

El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.

-Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.

martes, 9 de febrero de 2016

Las ruinas circulares, Jorge Luis Borges


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Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

lunes, 8 de febrero de 2016

Pequeñeces de la vida, Anton Chéjov


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Nikolái Ilich Beliáyev, propietario de unas casas en Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, hombre joven, de unos treinta y dos años, bien nutrido, sonrosado, entró una vez al caer la tarde a ver a la señora Írnina Olga Ivánovna, con la cual vivía —o, según él, arrastraba— una aburrida y larga novelita de amor. Y en realidad, las primeras páginas de esta novela, interesantes y arrebatadas, habían sido leídas hacía ya tiempo; ahora las páginas se hacían largas, siempre largas, sin ofrecer nada nuevo ni interesante.

No encontrando a Olga Ivánovna en casa, se tendió en una otomana del salón y se dispuso a esperar.

—¡Buenas tardes, Nikolái Ilich! —oyó decir a una voz de niño—. Mamá vendrá enseguida. Ha ido con Sonia a la modista.

En el mismo salón estaba echado en un diván el hijo de Olga Ivánovna, Aliosha, un muchacho de unos ocho años, esbelto, bien cuidado, vestido como un figurín, con una chaquetita de terciopelo y largas medias negras. Yacía sobre una almohada de raso e, imitando al parecer a un acróbata al que había visto no hacía mucho en el circo, lanzaba en alto ora una pierna ora la otra. Cuando las elegantes piernas se fatigaban, ponía en movimiento los brazos, o saltaba bruscamente, se ponía a cuatro patas y procuraba sostenerse cabeza abajo. Todo esto con una cara muy seria, resoplando como si le martirizaran, y habríase dicho que ni él mismo estaba contento de que Dios le hubiera dado un cuerpo tan inquieto.

—¡Ah, salud, amigo! —contestó Beliáyev—. ¿Eres tú? No te había visto. ¿Mamá se encuentra bien?

Aliosha, agarrando con la mano derecha la punta del pie izquierdo y adoptando la pose menos natural, se volvió, dio un salto y miró a Beliáyev por detrás de una gran pantalla con flecos.

—Qué quiere que le diga —respondió, encogiéndose de hombros—. En realidad mamá no está nunca bien. Claro, es una mujer, y a las mujeres, Nikolái Ilich, siempre les duele algo.

Beliáyev, por no tener nada mejor que hacer, se puso a examinar el rostro de Aliosha. Antes, durante el tiempo que llevaba tratando a Olga Ivánovna, no se había fijado ni una sola vez en el pequeño y ni había reparado en su existencia: veía ante sus ojos un muchacho, mas por qué estaba allí y qué papel desempeñaba, eran cuestiones en las que ni ganas tenía de pensar.

Con el crepúsculo vespertino, el rostro de Aliosha, de pálida frente y negros ojos que no pestañeaban, le recordó, de pronto a Olga Ivánovna, tal como era en las primeras páginas de la novela. Y Beliáyev sintió deseos de ser cariñoso con el muchacho.

—¡A ver, ven acá, bicho! —dijo—. Deja que te mire de más cerca.

El muchacho saltó del diván y corrió hacia Beliáyev.

—Bien —empezó Nikolái Ilich, poniéndole la mano sobre su flaco hombro—. ¿Qué tal? ¿Cómo va?

—Qué quiere que le diga. Antes se vivía mucho mejor.

jueves, 4 de febrero de 2016

El hombre que ríe, J. D. Salinger


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En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.

Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.

El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.

Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.

Un extraño suicidio, Patricia Highsmith


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El doctor Stephen McCullough tenía un compartimento de primera clase para él solo en el expreso de París a Ginebra. Estaba sentado, hojeando una de las publicaciones médicas trimestrales que había traído de América, pero sin ninguna concentración. Jugaba con la idea del asesinato. Esa era la razón por la que había tomado el tren en lugar de volar, para darse tiempo de pensar, o quizá meramente de soñar.

Era un hombre serio, de cuarenta y cinco años, con un ligero sobrepeso, una nariz grande y prominente, bigotes castaños, gafas de armazón marrón, profundas entradas en el cabello. Tensaba sus cejas una ansiedad interior que a menudo sus pacientes tomaban como una muestra de preocupación por sus dolencias. En realidad, tenía un matrimonio desdichado, y aunque se negaba a reñir con Lilian —esto es, a responderle—, había discordia entre ellos. Ayer en París le había respondido a Lilian, y a propósito de una cuestión ridícula: si él o ella devolverían en una tienda de la rue Royale un bolso de noche que Lilian había decidido que no quería. Él se había enojado no porque hubiera tenido que devolver el bolso, sino porque quince minutos antes había aceptado, en un momento de debilidad, visitar a Roger Fane en Ginebra.

—Ve a verlo, Stephen —había dicho Lilian ayer por la mañana—. Estás tan cerca de Ginebra..., ¿por qué no? Piensa en el gusto que le dará a Roger.

¿Qué gusto? ¿Por qué? Pero el doctor McCullough había llamado a Roger a la embajada norteamericana en Ginebra, y Roger había estado muy amable, por supuesto, y le había dicho que tenía que ir y quedarse unos días y que él tenía mucho espacio donde acomodarlo. El doctor McCullough había aceptado pasar una noche allí. Luego volaría a Roma para reunirse con Lilian.

El doctor McCullough detestaba a Roger Fane. Era la clase de odio que el tiempo no hace nada por disminuir. Hacía diecisiete años, Roger Fane se había casado con la mujer a quien el doctor McCullough amaba. Margaret. Margaret había muerto un año atrás en un accidente automovilístico en una carretera alpina. Roger Fane era fatuo, precavido, sumamente pagado de sí mismo y no demasiado inteligente. Hacía diecisiete años, Roger Fane le había dicho a Margaret que él, Stephen McCullough, tenía una aventura secreta con otra chica. Nada más alejado de la verdad, pero antes de que Stephen pudiese probarle nada, Margaret se había casado con Roger. El doctor McCullough no se esperaba que el matrimonio fuese a durar, pero había durado, y finalmente el doctor McCullough se había casado con Lilian, cuyo rostro se parecía un poco al de Margaret, pero esa era la única semejanza. En los últimos diecisiete años, el doctor McCullough había visto a Roger y Margaret tal vez unas tres veces cuando estos habían venido por corto tiempo a Nueva York. No había vuelto a ver a Roger desde la muerte de Margaret.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Las ratas del cementerio, Henry Kuttner


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El anciano Masson, guardián de uno de los más antiguos cementerios de Salem, mantenía una verdadera guerra con las ratas. Varias generaciones atrás, se había instalado en el cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió aniquilarlas. Al principio colocaba trampas y veneno cerca de sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las ratas seguían allí.

Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio. Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares llegan a los treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola, pelada y gris. Masson las había visto grandes como gatos; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas pútridas cavernas cabía tranquilamente el cuerpo de una hombre. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños.

Masson se asombraba a veces de las proporciones enormes de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las perdidas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.

En cuanto a estos roedores, Masson les tenía asco y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes agudos y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.

Según afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las cuevas que se abrían en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma alegórica, un horror impío; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.

Masson no hacía caso de estos relatos. No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema tal vez iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a la voracidad de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.

martes, 2 de febrero de 2016

El hombre de los bosques, Hermann Hesse


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En el comienzo de las primeras edades, antes de que la humanidad se extendiera por la tierra, existían los hombres de los bosques. Vivían aislados y empavorecidos en la penumbra de las selvas tropicales, en constante pelea con sus parientes los monos, y toda su existencia estaba presidida por una única divinidad y una única ley; el bosque. El Bosque era patria, refugio, cuna, nido y sepulcro, y fuera del bosque no cabía pensar en vivir. Se evitaba llegar hasta sus lindes, y el que por un azar especial de caza o huida era empujado hasta ellos contaba tembloroso y angustiado, del alucinante espacio vacío, donde fulguraba la espantosa nada en mortales rayos solares.

Érase un viejo hombre de los bosques que había huido decenios atrás, perseguido por animales salvajes más allá del último extremo del bosque e inmediatamente se había quedado ciego. Era a la sazón una especie de sacerdote y santo y se llamaba Mata Dalam (el de los ojos interiores): había compuesto el himno sagrado del bosque, que se cantaba en las grandes tormentas, y tenía amplía audiencia entre los hombres del bosque. Su gloria y su secreto consistían en que había visto con sus ojos el sol, sin haber muerto.

Los hombres del bosque eran pequeños y morenos y de fuerte pelambre, caminaban agachados y tenían medrosos ojos salvajes. Podían moverse como hombres y como monos y se sentían tan seguros en las ramas de los árboles como en tierra. No sabían hacer casas ni cabañas, pero sí armas de diversas clases, así como ornamentos. Fabricaban arcos, flechas, lanzas y mazas de maderas duras, collares de fibra, guarnecidos de bayas o nueces secas; llevaban alrededor del cuello o en el cabello sus dijes: dientes de jabalí, garras de tigre, plumas de papagayo, moluscos de río. En medio del bosque infinito fluía el gran río, pero los hombres del bosque sólo de noche osaban acercarse a sus orillas, y muchos no lo habían visto nunca. Los más audaces se deslizaban a veces, por la noche, desde la espesura, medrosos y al acecho, atisbando al tenue resplandor los elefantes bañándose, miraban a través de las ramas colgantes y contemplaban espantados, por entre la malla de los manglares tupidos, las estrellas titilantes. Jamás miraban al sol, y se consideraba extremadamente peligroso fijar la vista en su reflejo durante el verano.

A aquella tribu del bosque, que presidía el ciego Mata Dalam, pertenecía el joven Kubu, y éste era el jefe y representante de los jóvenes y los descontentos. Porque existía gente descontenta, desde que Mata Dalam envejeciera y se hiciera más tiránico. Sus prerrogativas habían consistido hasta entonces en que él, el ciego, fuera sustentado por los demás, y también se le pedía consejo y se cantaba su himno del bosque. Pero unos pocos jóvenes y descreídos aseguraban que el viejo era un impostor y solo buscaba su propio provecho.

La última novedad que Mata Dalam había introducido era una fiesta de novilunio en la que él se sentaba en el centro de un círculo y tocaba el tambor cortical. La gente debía danzar dentro del círculo y cantar la canción gol elah hasta agotarse y caer todos rendidos, de rodillas. Entonces tenían que horadarse la oreja izquierda con una espina, y las mujeres jóvenes habían de ser llevadas al sacerdote y éste horadaba a cada una la oreja con la espina.