jueves, 31 de marzo de 2016

Ligeia, Edgar Allan Poe


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Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
-Joseph Glanvill

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío.

miércoles, 30 de marzo de 2016

La noche del traje gris, Francisco Tario



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Sonaban en el reloj del hall las once, cuando mi dueño cerró el libro que leía desde la tarde y se encaminó rumbo a su alcoba. Una vez allí dio dos vueltas a la llave, entreabrió un poco la ventana —puesto que es primavera— y comenzó a desnudarse con mayor calma que de costumbre.

Mi dueño es un hombre hercúleo, algo infernal y muy alegre, a quien las mujeres miran siempre pecaminosamente y los hombres con envidia. Se viste a la última moda, no piensa jamás en la muerte, ni por asomos frecuenta la iglesia y a menudo sale de viaje. Cuando esto último ocurre, me lleva indefectiblemente sobre sus espaldas, no sin enviarme de antemano a la planchaduría. También me adorna entonces con una camisa blanca, un pañuelo del mismo color y una corbata de seda, poblada de lunares rojos. En especialísimas circunstancias usa guantes: unos guantes de color vainilla, con los pespuntes negros, y siempre desabrochados, dejando visible el reloj de oro sobre la muñeca velluda y sólida.

Puedo afirmar ante todo que se trata de un hombre riquísimo —tal vez un millonario— porque así lo demuestran mil vanidades distintas: el palacio en que vive, los criados que lo sirven, el perfume con que se peina y el automóvil que tripula. Frecuenta la ópera, los balnearios equívocos, los casinos de juego y los cabarets más inmundos. Durante el día hace deporte —monta a caballo, juega tenis y nada—; almuerza en restaurantes llenos de espejos, acompañado generalmente de bellas pecadoras impúdicas; charla, juega al poker y da un paseo en canoa o en auto. Por la noche se viste de etiqueta y baila, o bien acude a algún concierto sinfónico si se interpreta a Beethoven.

Gran parte de estos pormenores los he observado por mí mismo; otros, en cambio, los aprendí de labios de mis compañeros. ¡Ah!, prisioneros en el armario, cuando todo calla en la residencia, dialogamos los trajes sabrosamente, mas con cautela, cuidando de no ser sorprendidos. Cierta noche, por ejemplo, uno de mis vecinos —un traje beige con unos cuadros tan estupendos que más parece una jaula— no supo contener la risa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana y el amo se despertó. Dio la luz, mirando sobrecogido a todas partes. Atisbo, con la cabeza de lado. Mas no conforme con esto, se levantó rápidamente, se echó encima un batín y empuñó el revólver. Así lo vi salir de la estancia, apuntando con el cañón a los rincones.

miércoles, 16 de marzo de 2016

La madre de los monstruos, Guy de Maupassant


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Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver pasar hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a una joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y respetada por todos.

Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan.

Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.

Mientras examinaba con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya no quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:

—¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.

—¿A quién? —pregunté—. ¿A la madre de los monstruos?

—Es una mujer abominable —prosiguió—, un verdadero demonio, un ser que da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles, espantosos, en fin, unos monstruos, y que los vende al exhibidor de fenómenos.

Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se lo llevan y le pagan una renta a la madre.

Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica.

domingo, 13 de marzo de 2016

El valle de las arañas, H. G. Wells


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Hacia el mediodía los tres perseguidores salieron de un recodo del lecho del torrente y se encontraron, de pronto, ante la vista de un valle muy ancho y extenso. El difícil y tortuoso cauce pedregoso por el que habían seguido las huellas de los fugitivos durante tanto tiempo se convertía en una pendiente ancha. Movidos por un impulso común, los tres hombres abandonaron el rastro y cabalgaron hacia una pequeña elevación cubierta de árboles pardos; allí, dos de ellos se detuvieron, como les correspondía, un poco detrás del hombre de la brida tachonada de plata.

Durante algún tiempo escudriñaron la gran extensión que se abría a sus pies con mirada impaciente. Esta se desplegaba hasta el infinito; sólo unos cuantos espinos secos y desperdigados y la vaga insinuación de un árido barranco rompían la desolación de la hierba amarilla. Sus distancias purpúreas se desvanecían entre las azuladas faldas de las colinas más lejanas, que daban la impresión de ser verdes; y sobre éstas, invisiblemente sostenidas –de hecho parecían colgar del azul del cielo-, aparecían las cimas nevadas de las montañas, que se hacían más imponentes y escarpadas hacia el noroeste, donde se cerraba el valle.

Hacia el oeste, el valle se extendía bajo el cielo, hasta una oscuridad remota en la que comenzaban los bosques. Pero los tres hombres no miraron al este ni al oeste, sino fijamente a lo largo del valle.

El hombre delgado de la cicatriz en el labio fue el primero en hablar.

-No se les ve por ninguna parte -dijo, susurrando con decepción-. Pero, después de todo, llevaban un día entero de ventaja.

-No saben que vamos tras ellos -dijo el hombre pequeño del caballo blanco.

-Ella debe de saberlo -dijo el jefe con amargura, como si hablara consigo mismo.

-Incluso así, no pueden ir muy rápido. Sólo tienen una mula para cabalgar, y el pie de la chica ha estado sangrando todo el día.

El hombre de la brida tachonada de plata le lanzó una mirada breve e intensa, llena de rabia.

-¿Crees que no lo he visto? -dijo gruñendo.


-Eso nos conviene, de todas formas -susurró el hombre pequeño para sí.

El hombre delgado de la cicatriz en el labio observaba impasible.

-No pueden estar fuera del valle -dijo-. Si cabalgásemos rápido...

Lanzó una mirada hacia el caballo blanco y se calló.

-Malditos sean todos los caballos blancos -dijo el hombre de la brida de plata, y se volvió a examinar la bestia incluida en su maldición.

El hombre pequeño miró entre las tristes orejas de su montura.

domingo, 6 de marzo de 2016

Luz de otros días, Bob Shaw


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Abandonamos el pueblo, y enfilamos las empinadas cuestas de la carretera que conducían hacia el país del cristal lento.

Nunca había visto aquellos grandes caserones y, al primer momento, los encontré un poco insólitos... un efecto que acentuaban aún más mi imaginación y las circunstancias. La turbina del coche giraba suave y silenciosamente en el aire saturado de humedad, hasta tal punto que nos parecía estar siguiendo las curvas de la carretera en alas de una paz sobrenatural. A la derecha, la montaña se abría a un valle de pinos milenarios, de una increíble perfección; y por todas partes se erguían los cuadrados de cristal lento bebiendo ávidamente la luz. De tanto en tanto, un destello del sol en sus tendederos daba una ilusión de movimiento, pero en realidad aquellos parajes estaban desiertos. Las hileras de ventanas alineadas en el flanco de la montaña contemplaban desde hacía años el valle, y los hombres las limpiaban tan sólo por la noche, cuando la presencia humana no podía alterar en nada la sed de imágenes del cristal.

Era algo fascinante, pero ni Selina ni yo hablábamos de las ventanas. Creo que nos detestábamos hasta tal punto que nos negábamos a ensuciar cualquier cosa nueva que surgiera mezclándola con nuestros conflictos emocionales. Empezaba a comprender que aquella idea de unas vacaciones había sido una estupidez. Me había dicho que aquello pondría de nuevo las cosas en su lugar, pero naturalmente esto no evitaba que Selina siguiera estando embarazada y, lo que era peor, no impedía que se sintiera furiosa por el hecho de estar embarazada.

Para dar falsas razones a nuestra evidente contrariedad por aquel hecho habíamos hecho correr los comentarios habituales, es decir, que queríamos tener niños... sólo que más tarde, en su tiempo. El embarazo de Selina nos había costado su bien pagado empleo, al mismo tiempo que la nueva casa cuya compra estaba en tratos y cuyo precio superaba con mucho las posibilidades de los ingresos que me proporcionaba mi poesía. Pero el origen real de nuestras dificultades era que nos habíamos hallado de pronto enfrentados al hecho de que las gentes que quieren tener niños más tarde en realidad no quieren tenerlos en absoluto. Nuestros nervios se estremecían ante la inevitabilidad del hecho de que nosotros, que nos habíamos creído tan diferentes, habíamos caído también en la misma trampa biológica que cualquier otra criatura estúpida y fornicadora que hubiera existido nunca.

sábado, 5 de marzo de 2016

El ser más poderoso del mundo, cuento hindú


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Un mago de la India pasaba cierta hermosa tarde por la orilla del río Ganges, el gran río sagrado de los brahmanistas y budistas. De repente oyó fuerte aleteo sobre su cabeza y, movido por la curiosidad, alzó la mirada y vio un búho que llevaba un ratoncito en el pico.

El mago prorrumpió en grandes gritos y agitó los brazos para asustar al búho; éste dejó caer, en efecto, al ratoncito, que quedó en el suelo como muerto. El mago lo recogió, lo curó, y después, usando su poder mágico lo convirtió en una lindísima jovencita. La contempló con agrado y le habló de esta suerte:

-Vamos, mi linda niña, ¿a quién desearías como esposo? Dime tu pensamiento, pues mi poder es grande y no hay duda de que alcanzaré a satisfacer tus aspiraciones. La joven, que ya no se acordaba de su humilde estado anterior, exclamó:

-Quiero por marido al ser más poderoso del universo.

Esta respuesta no satisfizo mucho al mago, que era hombre sencillo y de apacibles sentimientos; pero como también era fiel a su palabra, se dispuso a cumplir los deseos de su ahijada.

-El sol -dijo-, es el ser más poderoso del universo. Es la luz del mundo y el calor de la vida. Será tu esposo.

Y volviéndose hacia el astro bienhechor, que en aquel momento resplandecía en medio de los cielos, le suplicó que aceptara la mano de la joven. Mas he aquí que el sol, que había escuchado toda la plática, respondió:

-Con gusto me casaría con la joven, pues es muy bonita, pero no soy el más poderoso. ¿Cómo puedo serlo, si una nube ligera puede eclipsarme y dejarme en la sombra?

Y pronto quedó probado, porque en aquel instante pasó una nube y oscureció al sol.

Entonces el mago pidió a la nube que se casara con su ahijada, pero la nube respondió:

-Con mucho gusto lo haría, pues es muy bonita; mas tampoco soy el ser más poderoso de mundo. El viento me arrastra y me lleva de un lado a otro, sin que yo pueda resistir a su voluntad.

Iba el mago a ofrecer al viento la mano de la muchacha, cuando observó que se estrellaba contra una poderosa montaña, rugiendo furiosamente, y no la movía ni una pulgada; por lo cual ofreció su ahijada a la montaña, recibiendo esta sorprendente respuesta:

-¿Dónde está mi poder? Sólo tengo resistencia inerte. Las tormentas se disipan en su golpe violento contra mí, pero soy incapaz de obrar; no puedo moverme; nada puedo hacer.

Aquel ratoncito que excavó su madriguera a mis pies es más fuerte que yo, puesto que no puedo impedirle que roa mis entrañas para hacer en ellas su vivienda.

El mago se maravilló del resultado de su búsqueda; pero luego comprendió que cada ser tiene una fuerza superior, que es la fuerza de su propia naturaleza. Entonces devolvió a la joven su condición natural, y como vio que era un ratoncito hembra, llamó al ratón que había labrado su casa en la montaña, para que ambos formaron un matrimonio feliz, que al fin y al cabo era lo que él deseaba.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Las hermanas, James Joyce


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No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.

El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:

-No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi opinión.

Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.

-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...

Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:

-Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.

-¿Quién? -dije.

-El padre Flynn.

-¿Se murió?

-El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.