lunes, 18 de abril de 2016

La bestia en la cueva, Howard Phillips Lovecraft


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La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.

Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.

Celia, Angus Wilson


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El encantador saloncito de Marjorie no era precisamente el marco que convenía a la enfermera Ramsay. Sus brazos y sus piernas musculosos, casi masculinos, emergían desmañadamente del mullido sillón tapizado de chintz, sus gruesas manos de dedos recios, se desplazaban con una lentitud prudente entre los cisnes de cristal veneciano y los tapetes de ganchillo. Aquella tarde parecía aún más que de costumbre una amazona en reposo. Medio muerta de cansancio, tras una jornada particularmente fatigosa con su enferma, no olvidaba, sin embargo, que pronto se vería obligada a abandonar aquel lugar agradable junto al fuego, para regresar a su casa, a través de la desierta calle mayor del pueblo, bajo una lluvia pertinaz y contra un viento furioso. Perspectiva que le impedía adormecerse y le ponía de muy mal humor. La irritación fruncía su ancha frente y la envidia que suscitaba en ella la independencia de su amiga le apretaba los labios. Evidentemente, era fácil ser coqueta y agradable cuando se tenía casa propia, pero la posición de una enfermera, ni criada ni compañera, era algo muy distinto. Mordió casi salvajemente una de las galletas de chocolate que Marjorie había dispuesto tan primorosamente en la bandeja de plata, y la limonada caliente pareció aumentar su acritud.

—Naturalmente, si no fueran tan ricos se verían obligados a internarla en un asilo —gruñó—. El hecho de que es su nieta no cambiaría nada. ¡No se puede aguantar!

—Creo que estos viejos, están contentos de tenerla con ellos —respondió Marjorie, con su voz dulce y cultivada.

Se lamió los dedos manchados de chocolate, uno tras otro separándolos con un movimiento lánguido, pero la enfermera Ramsay estaba demasiado encolerizada para observar aquellos gestos traviesos.

—Admito que debe ser terrible. Mi pobre vieja Joey —era así como llamaba a la enfermera—, debe tener mucho trabajo con ella. La han mimado demasiado, esto es lo peor.

La enfermera separó las piernas; la gruesa lana de la falda subió hasta más arriba de las rodillas, y una liga brilló levemente a la luz de las llamas.

lunes, 4 de abril de 2016

La marca de la bestia, Rudyard Kipling



Vuestros dioses y mis dioses... ¿acaso
sabemos, vosotros o yo, quiénes son
más poderosos?

(Proverbio indígena)

Al Este de Suez —dicen algunos— el control de la Providencia termina; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada en el caso de un súbdito británico. Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en la India; puede hacerse extensible a mi relato.

Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la India de lo que es prudente, puede dar testimonio de la veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae es incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto singulares, que han sido descritas en otra parte.

Cuando Fleete llegó a la India poseía algo de dinero y algunas tierras en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje. Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch-'em Alive-O's, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas habituales.

Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada, y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies en aquella cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias insatisfactorias.

Metástasis, Dan Simmons


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El día en que Louis Steig recibió una llamada de su hermana diciéndole que su madre había sufrido un ataque y había sido ingresada en un hospital de Denver y que le habían diagnosticado un cáncer se metió en su Camaro, partió para Denver a toda velocidad, pasó sobre una mancha de hielo negro en el Boulder Turnpike, consiguió que su coche diera siete vueltas de campana y acabó en coma con el cráneo fracturado y una severa conmoción cerebral. Estuvo nueve días inconsciente. Cuando despertó le dijeron que una minúscula astilla de hueso había penetrado en el lóbulo frontal izquierdo de su cerebro. Estuvo hospitalizado durante dieciocho días más —ni tan siquiera en el mismo hospital que su madre—, y cuando salió de allí tenía un dolor de cabeza peor del que nunca habría creído posible, la visión algo borrosa, una advertencia de los doctores según la que había una considerable posibilidad de que su cerebro hubiera sufrido algún daño permanente y noticias de su hermana según las que su madre sufría de un cáncer terminal que se encontraba en sus últimas etapas.

Lo peor aún no había empezado.

Pasaron tres días más antes de que Louis pudiera visitar a su madre. Seguía teniendo dolores de cabeza y continuaba viendo las cosas algo borrosas —corno si estuviera contemplando un programa en un aparato de televisión con el canal mal sintonizado—, pero los episodios de dolor insoportable y vómitos incontrolables ya habían quedado atrás. Su hermana Lee se encargó de conducir y Debbie, su prometida, recorrió con él los treinta kilómetros de trayecto que había desde Boulder hasta el Hospital General de Denver.

—Se pasa casi todo el tiempo dormida a causa de las drogas —dijo Lee—. Le dan muchos sedantes. Probablemente no te reconocerá ni aun suponiendo que esté despierta.

—Comprendo —dijo Louis.

—Los médicos dicen que debió notar el bulto y comprender lo que significaba ese dolor desde hace por lo menos un año. Si hubiera… incluso entonces habría perdido un pecho y muy probablemente los dos, pero quizá hubiesen podido... —Lee tragó una honda bocanada de aire —Estuve con ella toda la mañana. No…, no puedo volver ahí dentro, Louis sencillamente no puedo. Espero que lo entiendas.

—Sí —dijo Louis.

viernes, 1 de abril de 2016

El desvalido Roger, Enrique Serna


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Arrebujada en la manta eléctrica, Eleanore Wharton ignoró el primer timbrazo del despertador. El segundo sonaría dentro de un cuarto de hora, más enérgico, más cargado de reproches en nombre de la disciplina, y si continuaba durmiendo tendría que padecer cada cinco minutos un chillido insidiosamente calculado para transmitirle hasta el fondo el sueño un sentimiento de culpa. Odiaba el despertador, pero lo consideraba una buena inversión. Sin duda los japoneses hacían bien las cosas. El vicio de quedarse aletargada entre las sábanas le había costado varios descuentos de salario. Ahora, con el auxilio de la alarma repetitiva, se había vuelto casi puntual. Ya no la regañaban tan a menudo en Robinson & Fullbright, la empresa donde trabajaba como secretaria ejecutiva desde hacía veinte años. Arrastraba, sin embargo, una injusta fama de dormilona que no quería desmentir. Sus jefes eran hombres y los hombres no tenían menopausia. ¿Cómo explicarles que a veces amanecía deprimida, sin ganas de trabajar, enfadada consigo misma por haber cruzado la noche con su cadáver a cuestas?

Hoy estaba recayendo en la indolencia. No se levantó con el segundo timbrazo: los japoneses podían irse al infierno. Lo malo era que habían logrado su propósito. Estaba despierta ya, tan despierta que reflexionó sobre la función cívica del sopor. Dios lo había inventado para que los hombres despertaran aturdidos y no pudieran oponerse al mecanismo inexorable de los días hábiles. P ero ella se había levantado sin lagañas en el cerebro, absurdamente lúcida, y nada le impedía pensar que su indolencia era tan acogedora y tibia como la cama. Sacó una mano del cobertor y buscó a tientas el vaso de agua que había puesto sobre la mesita de noche. Por equivocación tomó el que contenía su dentadura postiza y bebió el amargo liquido verde (Polident, for free-odor dentures) que la preservaba de impurezas. ¡Qué asco tener cuarenta y nueve años! ¡Qué asco levantarse lúcida y decrépita!

Pensó en su colgante papada, en la repulsiva obligación de "embellecerse". Otro motivo más para faltar al trabajo: una vieja como ella no tenía por qué hacer presentable su fealdad. Al diablo con los cosméticos y las pinturas. Que la hierba y el moho crecieran sobre sus ruinas; de todos modos, nadie las miraría. Se había divorciado a los treinta, sin hijos, y desde entonces evitaba el trato con los hombres. A sus amigas las veía una vez al año, por lo general el día de Thanksgiving. Nunca las buscaba porque a la media hora de hablar con ellas tenía ganas de que la dejaran sola. Su individualismo lindaba con la misantropía. Se guarecía de la vida tras una coraza inexpugnable y rechazaba cualquier demostración de afecto que pudiese resquebrajarla. Odiaba ser así, pero ¿cómo remediarlo? ¿Tomando un curso de meditación trascendental? Corría el peligro de encontrarse a sí misma, cuando lo que más deseaba era perderse de vista. No, la meditación y el psicoanálisis eran supercherías, trucos de maquillaje para tapar las arrugas del alma (un sorbo de agua pura le quitó el amargo sabor de boca) y ella necesitaba una restauración completa, un cambio de piel. Eleanore Wharton era un costal de fobias. ¿Por qué tenía que oír su voz dentro y fuera del espejo? Si al menos variara el tema de sus monólogos podría soportarla, pero siempre hablaba de lo mismo: la comida grasosa era mala para la circulación, Michael Jackson debería estar preso por corromper a los jóvenes, en este mundo de machos las mujeres de su clase no podían sobresalir, los hombres querían sexo, no eficiencia, la prueba eran los ejecutivos de la oficina, tan severos con las viejas y tan comprensivos con las jovencitas, pero nunca más permitiría que le descontaran dinero por sus retardos, eso no, por algo había comprado el despertador japonés con alarma repetitiva que ahora le ordenaba salir de la cama con chillidos atroces: wake up fuckin' lazy, ¿estás triste, puerca? Pues muérete de amargura, pero después de checar tarjeta.