jueves, 25 de agosto de 2016

Encuentro nocturno, Ray Bradbury


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Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.

—Aquí se sentirá usted bastante solo —le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

—No me quejo.

—¿Le gusta Marte?

—Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.

—Ha dado usted en el clavo —dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres e iba a una fiesta.

—Ya nada me sorprende —prosiguió el viejo—. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Dos pesos de agua, Juan Bosch


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La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:

—Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.

Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.

—Y no se ve nadita de nubes —comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.

—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.

La vieja comenta:

—Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.

Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.

La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día…

martes, 23 de agosto de 2016

El huésped, Amparo Dávila


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Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo, él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.

lunes, 22 de agosto de 2016

Los hombres del pantano, José Revueltas


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La cuestión era escuchar algo vivo, y todos esperaban que este anhelado acontecimiento se produjera una vez más, de cualquier modo y como fuese, después de las dos ocasiones, ya tan lejanas al parecer, en que había ocurrido y en que esto los hizo respirar con un alivio cínico, puro y ruin, ahí metidos como estaban, con el agua cenagosa hasta el pecho.

Tres insoportables días de infierno, de silencio enloquecedor, las dos patrullas enemigas una frente de la otra, absolutamente nada más vigilándose, pero con una vigilancia ciega, que no disponía sino tan sólo de los ruidos para orientar el fuego de sus armas en medio del espeso manglar.

La primera ocasión fue cuando el cabo Frank Robles, de Arizona, comenzó a chillar como un estúpido y en seguida una ráfaga de plomo japonés lo hizo callar para siempre. La segunda fue en el otro extremo del pantano —a muy corta distancia y también durante el primer día—, entre los juncos donde estaba el enemigo: alguien que no pudo reprimir un acceso de tos, por lo visto alguien delicado de salud y susceptible a los resfriados, de los que, después de esto, ya no tendría oportunidad de contraer jamás ningún otro. Los dos hombres habían lanzado al morir un alarido espantoso —el de Arizona y el japonés a su turno respectivo—, un alarido que pareció reconfortar, tonificar de igual manera a los dos bandos, en aquella lucha de silencios, de inmovilidad absoluta, que era peor que cualquier otra cosa del mundo.

Se trataba únicamente de oírse, de oírse nada más, y no importaba que el grito representara una baja japonesa o norteamericana, sino que todos supieran, mediante ese grito, mediante esa muerte, que cada uno de ellos no estaba solo ni muerto sobre la superficie de la tierra.

Tres días sin moverse, torturados por el hambre y el frío, sin que ningúno pudiera saber en qué lugar se encontraría su compañero más próximo, ni el enemigo, cada quien a solas, a solas con su vida y su cuerpo, sin nadie, cada quien con la conciencia de su propia soledad, cada quien víctima de la desvinculación, una desvinculación definitiva, total, envueltos en aquello sin sentido, sin lógica, que ya era algo más que la guerra, algo que estaba más allá de la guerra, y que sin embargo era la guerra, y era la sociedad, y eran los hombres, sólo que todo ello visto hasta lo más desnudo del ser, hasta lo más exacto de su desnudez.

De pronto se dieron cuenta de que el prodigio iba a repetirse. Sucedió que del lado americano —americano aunque todos ellos eran mexicanos de Texas, Nuevo México y California, unos veinte hombres en números redondos—, algún imprudente o loco se había movido, confiado tal vez en las sombras de la noche, agitando ruidosamente los juncos y produciendo un rumor asombrosamente claro, preciso, increíble ahí en el pantano, donde aquello significaba la muerte.

viernes, 12 de agosto de 2016

Finis, Santiago Dabove


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En cierta circunstancia tuve que ir al cementerio de disidentes, hoy desaparecido, a sacar las cenizas de un pariente lejano que estaba en un antiguo sepulcro. Me había sido encomendado que las pusiera en una urna porque expropiaban la bóveda y demás el cementerio iba a ser suprimido de ese lugar. El sepulcro era un simple cuadrilongo de mármol en cuya juntura sólo bastaba meter una buena y adecuada palanca para abrirlo. Así lo hicimos el encargado, yo y un peón, porque el enterrador ya no prestaba sus servicios.

A quienes no están acostumbrados les impresiona siempre la apertura de un sepulcro. Es como un falso misterio que se quisiera develar, o como una terquedad que pidiera esclarecimientos de donde no pueden venir... pues bien sabe uno todo el secreto que encierran las tumbas.

Cuando cedió la loza y pude ver el interior, me encontré con que el ataúd había reventado y estaba partido y raído en forma tal, que sólo unos listones de madera acompañaban a los huesos, todavía no desarticulados, como si quisieran entablillarlos. Nada más que un olor de humedad. ¿Sí? ¡No! Junto al brazo plegado, mis ojos descubrieron una especie de cilindro de metal que agarré enseguida. Le destornillé la tapa y encontré una envoltura de cuero o tafilete que guardaba unos papeles en parte deteriorados. Con la curiosidad que es de imaginar, me apoderé de ellos, esperando llegar a mi casa para leerlos. Regresé, pues, con un manuscrito y una urna chica que contenía unos huesos rotos y en parte casi pulverizados, trabajo lento del tiempo y de los agentes destructores que vienen a hacer lo mismo que el horno crematorio, pero más a la larga.

Con un buen fuego por delante —era invierno— me puse a revisar el manuscrito que
parecía a ratos una profecía, y otros, un simple desahogo literario. Pero noté cierto acento conmovido, como si el autor hubiera tenido una premonición. Hasta creo que él “sabe” más del futuro que muchos historiadores acerca del pasado, y, si se pudiera hacer una seria compulsa de las causas históricas, me atrevería a decir que la mayoría de los historiadores pasarían a ser artistas, novelistas, poetas semicreadores, o, simplemente, lastimosos inventores del pretérito (antiprofetas).

He aquí lo que decía el manuscrito:

En el primer tercio del año 1..34, (de la fecha estaban borradas dos cifras y la tercera
quedaba dudosa, no podía verse bien si era 8 o 3) los astrónomos descubrieron un hecho singular: las rutas de los asteroides o más bien planetoides, fueron casi repentinamente alteradas y sin causa aparente. Los que dirigieron sus potentes anteojos a esos planetitas telescópicos que están entre Marte y Júpiter, como se sabe, los observaron como picados de la tarántula. Fuera de la regularidad de sus movimientos, se conducían como un enjambre de efímeros, frente a un foco de luz. Esto que podría haber sido un motivo de diversión para las criaturas, fue un tema de cavilación para los astrónomos ¿Cuál era la causa que alteraba la gravedad y solemnidad clásicas del enjambre estelar? Nuevas interrogaciones de los anteojos al cielo. Nada. Transcurrió un tiempo y algunos planetoides desaparecieron. Como la causa incógnita parecía intensificar su potencia, paralelamente entre los astrónomos aumentó el recelo. Por analogía se pensó que, tras los planetas telescópicos, vendríamos nosotros a ingresar en la danza. Ese justo temor fue como el alerta o el prólogo de lo que debía venir.

jueves, 11 de agosto de 2016

El sacerdote, William Faulkner


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Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.

Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?

Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.

domingo, 7 de agosto de 2016

Historia de los dos que soñaron, cuento árabe


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Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:

-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.

A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:

-¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.

El juez le preguntó:

-¿Qué te trajo a Persia?

El hombre optó por la verdad y le dijo:

-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.

El juez echó a reír.

-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín. Y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó.

Los puercos de Nicolás Mangana, Jorge Ibargüengoitia


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Nicolás Mangana era un campesino pobre, pero ahorrativo. Su mayor ilusión era juntar dinero para comprar unos puercos y dedicarse a engordarlos.

—No hay manera más fácil de hacerse rico— decía. —Los puercos están comiendo y el dueño nomás los mira. Cuando ve que ya no van a engordar más, los vende por kilo. Cada vez que a Nicolás Mangana se le antojaba una copa de mezcal, decía para sus adentros:

—Quítate, mal pensamiento. Sacaba de la bolsa dos pesos, que era lo que costaba el mezcal en la tienda del pueblo donde vivía, y los echaba por la rendija del puerco de barro que le servía de alcancía.

—En puerco se han de convertir— decía al oír sonar las monedas.

Cuando alguno de sus hijos le pedía cincuenta centavos para una nieve, Nicolás decía:

—Quítate esa idea de la cabeza, muchacho— Luego sacaba un tostón de la bolsa, lo echaba en el puerco de barro y el niño se quedaba sin nieve. Cuando la esposa le pedía rebozo nuevo, pasaba lo mismo. Veinticinco pesos entraban en la alcancía y la señora seguía tapándose con el rebozo luido.
Compró un libro que decía cuáles son los alimentos que deben comer los puercos para engordar más pronto, y lo leía por las tardes, sentado a la sombra de un mezquite.

Tantas copas de mezcal no se tomó Nicolás, tantas nieves no probaron sus hijos y tantos rebozos no estrenó su mujer, que el puerco de barro se llenó. Cuando Nicolás vio que ya no cabía un quinto más, rompió la alcancía y contó el dinero, llevó la morralla a la tienda y la cambió por un billete nuevecito que tenía grabada junto al número mil, la cara de Cuauhtémoc. Regresó a la casa, juntó a la familia y le dijo:

—No somos ricos, pero ya mero. Con este billete que ven ustedes aquí voy a ir a la feria de San Antonio y voy a comprar unos puerquitos, los vamos a poner en el corral de atrás, los vamos a engordar, los vamos a vender y vamos a comprar más puerquitos, los vamos a engordar y los vamos a vender y vamos a comprar todavía más puerquitos y así vamos a seguir hasta que seamos de veras ricos.

viernes, 5 de agosto de 2016

Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre, Horacio Quiroga



Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.

Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:

-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.

“Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así los mataran con seguridad de un tiro.”

Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.

El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido. El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán, que tenía tres huevos, y uno de tórtolas, que tenía sólo dos. Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre.

jueves, 4 de agosto de 2016

Aceite de perro, Ambrose Bierce

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Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar “Oil can”*. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.

Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro.

Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Regreso, Theodore Sturgeon


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Cuando Paul escapó de su casa, no se encontró con nadie, y no vio a nadie mientras alcanzaba la carretera. La carretera se abría de pronto muy ancha en la vuelta de la loma, pasaba el extremo del camino municipal y se estrechaba hasta perderse en una punta de alfiler clavada en el horizonte. Después de un tiempo Paul pudo ver el coche.

Era largo y nuevo, y bajó un poco el morro cuando el conductor frenó, y cuando se detuvo se balanceó una vez, sobre los blandos y suaves amortiguadores.

El conductor era un hombre grande, grande y ostentoso, con una corbata Stetson gris y una chaqueta de color blanco azulado que no se le arrugaba bajo los brazos. La mujer junto a él tenía una frente ancha y un mentón puntiagudo, y una piel con sombras de melocotón, aunque muy tostada. Su cabello era de ese rojo amarillento que un herrero bautizó una vez como «color pajizo» mientras miraba su forja. La mujer le sonrió al hombre y a Paul casi del mismo modo.

—Hola, hijo —dijo el hombre—. ¿Éste es el camino municipal?

—Sí, señor —dijo Paul—. Así es.

—Ya me parecía —dijo el hombre—. Uno no olvida fácilmente.

—No se ha olvidado —dijo Paul.

—No veo el viejo pueblo desde hace veinte años —dijo el hombre—. Imagino que no habrá cambiado mucho.

—Los sitios viejos no cambian mucho —dijo Paul con desprecio.

lunes, 1 de agosto de 2016

Hanrahan El Rojo, William Butler Yeats


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Hanrahan, el maestro de escuela de Hege, un muchacho alto, fuerte, pelirrojo, entró en el cobertizo donde estaban sentados varios de los hombres del pueblo en la fiesta del Samhain. Aquel lugar había sido antes una morada, y cuando el hombre a quien había pertenecido se construyó otra mejor, unió las dos piezas que la componían y la dedicó a almacén de diversas cosas.

Un fuego ardía en el venerable hogar, y también había cirios plantados en botellas y una negra damajuana de vino instalada sobre un par de tablones que estaban cruzados entre dos toneles para que sirvieran de mesa. La mayor parte de los hombres estaban sentados ante el fuego y uno de ellos cantaba una de esas macabras canciones de marcha que narraba cómo uno de Munster y otro de Connacht tuvieron una discusión a propósito de la excelencia de sus dos provincias.

Hanrahan se dirigió al dueño de la casa y dijo:

—Recibí tu mensaje.

Pero una vez pronunciadas estas palabras se cortó, porque había un viejo de las montañas que iba vestido con una camisa y pantalones de franela burda, que estaba sentado a un lado de la entrada, el cual le tenía clavados los ojos encima y le miraba sin cesar al tiempo que manipulaba entre sus manos un viejo juego de cartas.

—No le hagas ningún caso —dijo el dueño de la casa—, no es más que un forastero; llegó hace sólo un rato, y como es la noche de Samhain le hemos acogido con hospitalidad, pero parece que no está en su sano juicio. Escúchalo ahora y te darás cuenta de lo que musita.

Se quedaron escuchando y pudieron oír que el viejo musitaba para sí mismo, mientras barajaba las cartas:

El programa en doce pasos de Godzilla, Joe R. Lansdale

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UNO: TRABAJO HONESTO

Godzilla, rumbo a su trabajo en la fundidora, pasa junto a un alto edificio que parece estar hecho principalmente de cobre brillante y vidrio oscuro que refleja el sol. Observa su propia imagen en los vidrios y recuerda los viejos tiempos. Se pegunta qué se sentirá pisar el edificio, escupirle fuego, besar las ventanas hasta oscurecerlas con su aliento ardiente, y después bailar en éxtasis sobre las ruinas humeantes.

Un día a la vez, se dice. Un día a la vez.

Godzilla se obliga a concentrarse en el edificio. Sigue caminando. Llega a la fundidora. Se pone su caso protector. Dirige su aliento flamígero hacia el gigantesco tanque lleno de partes usadas de carro, y las convierte en metal fundido. El metal escurre a través de las tuberías hacia los nuevos moldes para hacer nuevas partes de automóviles. Puertas. Techos. Etcétera.

Godzilla siente que parte de la tensión ha sido liberada.

DOS: RECREACIÓN

Al salir del trabajo, Godzilla se mantiene alejado del centro de la ciudad. Se siente tenso. Siempre ha sido difícil dejar de escupir fuego después del trabajo. Se dirige al CENTRO DE RECREACIÓN PARA MONSTRUOS GIGANTES.

Ahí está Gorgo. Como siempre, borracha con agua aceitosa de mar. Gorgo habla sobre el pasado. Así es ella. Siempre el pasado.

Salen al patio trasero y utilizan su aliento en los desechos depositados diariamente. Kong anda por ahí. Borracho como un chango. Está jugando con Barbies. Es lo único que hace. Al final, mete las Barbies en el bolsillo de su saco, se apoya en su andadera y se tambalea, alejándose de Gorgo y Godzilla.