miércoles, 16 de agosto de 2017

Las pieles de los padres, Clive Barker

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El coche tosió, renqueó y se caló. Davidson advirtió entonces cómo soplaba el viento sobre la carretera desierta, colándose por las rendijas de las ventanillas de su Mustang. Intentó reanimar el motor, pero éste se negó a volver a la vida. Exasperado, dejó resbalar sus manos sudorosas por el volante e inspeccionó el territorio. No había más que aire caliente, rocas calientes y arena caliente en cualquier dirección. Estaba en Arizona.

Abrió la portezuela y bajó al polvo ardiente de la autopista. Ésta se extendía por delante y por detrás sin una sola curva, hasta el pálido horizonte. Entrecerrando los ojos sólo podía discernir las montañas, pero cuando intentaba distinguir su contorno la neblina solar las disipaba. El sol ya le estaba corroyendo la cabeza, cuyo pelo rubio empezaba a ralear. Levantó el capó y se asomó desesperanzado al motor, lamentando su falta de conocimientos mecánicos. «¡Jesús! –pensó–. ¿Por qué no harán estos malditos cacharros a prueba de estúpidos?»

Y entonces oyó la música.

Tan lejana, que al principio resonó en sus oídos como un silbido, pero fue creciendo en intensidad.

Era música, aunque extraña.

¿A qué sonaba? Al viento recorriendo los cables telefónicos; era una onda de aire sin origen, ritmo ni corazón que le erizaba los pelos del cogote y los mantenía tiesos. Trató de ignorarla, pero no desaparecía.

Sacó la cabeza de la sombra del capó para tratar de descubrir a los intérpretes, pero la carretera estaba vacía en ambas direcciones. Sólo cuando escrutó el desierto hacia el Sudeste pudo ver una línea de pequeñas figuras andando, arrastrándose o bailando en el límite de su visión; era una línea líquida debido al calor que emanaba de la tierra. La procesión, si era tal, parecía larga, y se abría por el desierto un camino paralelo a la autopista. Sus senderos no se cruzarían.

Davidson echó otra mirada a las entrañas de su vehículo, que se estaban enfriando, y luego volvió a mirar la comitiva de bailarines.